viernes, 20 de enero de 2023

Serás Mía: Capítulo 77

La orquesta tocaba una melodía romántica y muchas parejas evolucionaban en el salón. Por todas partes lucían joyas de gran valor, en las paredes enteladas de color granate y en los techos estucados resonaban las risas de los invitados. Paula suspiró con satisfacción, sabiendo que había desempeñado un papel importante a la hora de devolver a aquella vieja dama su antiguo esplendor. Una risa profunda y muy familiar resonó en el fondo de la estancia y su corazón palpitó de alegría. Nunca olvidaría su risa. Avanzó en la dirección del sonido y no tardó en divisarlo: aquella mirada intensa, la boca firme y sensual, curvada en una sonrisa inigualable. Su alta y atlética figura destacaba entre sus invitados, enfundada en un esmoquin negro muy elegante. Sin poder evitarlo se acercó un poco más. Quería oír su voz. El timbre, el tono y su fuerte resonancia le trajeron recuerdos del breve y tumultuoso tiempo que habían pasado juntos. Y se le llenaron los ojos de lágrimas. Paula tenía que afrontar el hecho de que debía marcharse si no quería pasar por una idiota. Y, en efecto, abandonó la mansión en mitad de una gran tormenta. Por una vez, agradeció verse a merced de la lluvia. Ninguno de los muchos choferes que esperaban en los coches sabría que el líquido que mojaba sus mejillas era salado y no había caído del cielo. Un amable joven la condujo al coche que había alquilado para llegar hasta allí. Pero no podía salir, el vehículo mal aparcado de algún invitado desconsiderado le impedía el paso. El joven se mostró muy simpático y se ofreció para ir a buscar al dueño de aquel vehículo, pero le dijo que no hacía falta. Esperaría tranquilamente dentro del coche. Su avión salía de madrugada y llovía a cántaros. Prefería esperar, no quería conducir bajo un aguacero semejante por carreteras secundarias y desconocidas. El joven se despidió y ella subió al coche. Pero allí sentada, sola, se dió cuenta de que aquel viaje había sido absurdo. Estaba harta de compadecerse de sí misma, y el viaje solo había servido para acentuar aquel sentimiento. Estaba enfadada consigo misma, por no haber sabido contener el impulso de ver a Pedro. Con lluvia o sin ella, no podía quedarse allí sentada. Necesitaba caminar. Curiosamente, la temperatura era bastante cálida, o quizá ella estaba demasiado acalorada. Qué más daba. Solo sabía que tenía que caminar. Caminar para alejarse de su deseo, de su frustración. Se encaminó hacia el prado situado entre la casa y los acantilados. La lluvia golpeaba su cara y los tacones se enterraban en el barro. A punto de romperse un tobillo, se quitó los zapatos y siguió descalza. Uno de los choferes se acercó preguntando si necesitaba ayuda. 


—Estoy bien, gracias —le respondió.


Al cabo de unos minutos estaba lo bastante lejos como para que nadie la molestara. Miró a su alrededor. La mansión quedaba a su derecha, detrás de ella. De las ventanas salía una luz dorada y, a pesar de la lluvia, podía oír el sonido de la música y el rumor de las risas. En el interior de aquella preciosa casa el hombre al que amaba estaría bailando con otra mujer. Apática y desamparada continuó caminando sin rumbo. Al cabo de un rato llegó a los acantilados. Nunca se había acercado tanto al borde y se preguntó por qué. En los días despejados, la vista tenía que ser espectacular. Recordó el comentario de Pedro: «De vez en cuando, deberías mirar a través de las ventanas, y no solo fijarte en ellas». Se le hizo un nudo en la garganta y se reprochó las muchas cosas que tenía que haber hecho de un modo distinto. Se oían las olas al romper contra las rocas, un ruido que se equiparaba al agitado latir de su corazón. Tenía ganas de gritar su pena, su angustia por haber perdido la oportunidad del amor, un amor que había descubierto demasiado tarde. Con paso torpe siguió andando por el borde del precipicio. La noche era muy oscura, pero se veía con suficiente claridad. Se detuvo frente a una cerca y se le ocurrió subirse al columpio. ¿Un columpio? ¿Qué demonios hacía un columpio allí, en medio de la nada? Pero en efecto, allí estaba, un columpio de madera colgaba de un travesaño muy alto sujeto por cuatro palos. Resultaba extraño que estuviera allí, pero se alegró. En cierto modo, sintió que le sucedía como a ella. Estaba abandonado en mitad de ninguna parte. Se sentó en el columpio, mirando al mar. Vislumbró una lucecita que cabeceaba en las aguas. Algún barco en mitad de la tormenta, se dijo. Se dió impulso y comenzó a columpiarse. Resultaba extraño, pero en aquellos momentos, columpiándose en mitad de la nada, bajo la lluvia, se sentía mejor que en todos los meses anteriores. Siguió allí sentada, columpiándose, sin detenerse, no supo cuánto tiempo. De repente se dio cuenta de que ya no llovía. Ni siquiera se había dado cuenta de que la tormenta había cesado. Miró al cielo. Estaba límpido y se veían las estrellas.


—Abuelo —dijo, con la voz rota—, abuelo, soy la mujer más tonta del mundo.


El columpio se detuvo bruscamente y alguien la agarró por la cintura. 

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