viernes, 30 de junio de 2017

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 1

Dos impresiones fuertes en un solo día. La primera había sido agradable, preñada de promesas. La segunda era como un puñetazo en el estómago. Pedro Alfonso estaba muy quieto en medio de la acera de una de las calles más transitadas de Halifax. Era un día soleado de junio y él había vuelto a Nueva Escocia para pasar las vacaciones. Tendría que haber parecido feliz y relajado. Por el contrario, apretaba los labios hasta formar una línea pálida y sus hombros estaban rígidos, los puños cerrados en los bolsillos de sus vaqueros. Parecía un hombre a punto de estallar. Los torbellinos de paseantes lo rodeaban. Algunas mujeres miraban de reojo el imponente cuerpo, hermoso y tenso como el de un luchador. Pero él era tan ajeno a la atención femenina como a los rayos de sol que golpeaban en su cabello negro y rizado.

Su mirada estaba clavada en un portal donde se anunciaba el estudio de un fotógrafo. Lo que retenía su atención de forma tan intensa era una fotografía de una mujer, una mujer con dos niñas. La mayor parte de las personas hubieran sonreído al mirar el retrato, porque las tres vestían igual, con camisas blancas y pañuelos rojos atados al cuello, con similares gorras de béisbol sobre sus cabezas igualmente rubias. Y las tres estaban haciendo el payaso, abrazadas y riendo con muecas exageradas. La mujer era sin duda la madre de las dos chicas, pues el parecido era innegable y las hijas estaban llenas de una promesa de belleza hecha realidad en la madre. Una de las niñas, con el cabello liso y largo, parecía tener unos nueve o diez años; la otra, de pelo rizado y desordenado, no tenía más de seis. Y luego estaba la madre. Los ojos de Pedro, tan oscuros que parecían negros, volvieron a la mujer y allí siguieron, fascinados, como si la fuerza de su mirada pudiera hacer que saliera del marco, avanzara hasta él y le hablara, como no le había hablado en los últimos diez años. Desde el primer instante supo que era  Paula. Paula Chaves, la hija de Miguel Chaves, el hombre más rico de la región. Se había enamorado cuando ella tenía dieciséis años y él veinte. Lo bastante mayor como para ser más sensato, pensaba ahora. Pero no había sido sensato.

En la actualidad era Paula Martínez, la mujer de Fernando Martínez, empresario, un hombre al que Pedro había detestado desde el primer momento en que lo vió, doce años antes. Paula no había cambiado. Sin duda la fotografía estaba retocada, pensó con maldad. Aunque había una cierta madurez en el rostro, una finura y elegancia nuevas. La frente alta, los ojos azules rodeados de espesas pestañas, los pómulos Henos de nobleza, la dulce y generosa curva de los labios. El cabello era distinto que en sus recuerdos: en su forma natural era tan liso como el de su hija mayor, con el brillo y la fuerza de un río a la luz de la luna. En el retrato, se había vuelto rizado, unos rizos locos a juego con la risa en su rostro. Era evidente que ella feliz siendo la esposa de Fernando. Éste, claro estaba, era rico. Podía mantener el estilo de vida al que estaba acostumbrada y seguir viviendo mimada por la sociedad en la que había crecido. Siempre había sido inalcanzable para él. Salvo una vez.

Con un esfuerzo violento, Pedro volvió a la realidad. Estaba haciendo el ridículo, hablando con una fotografía como si estuviera viva. Y quizás lo estuviera, se dijo con un sobresalto. Porque desde que la vio, cada célula de su cuerpo había sido presa de emociones tan vivas como angustiosas: odio, enfado, humillación, impotencia, tristeza; la lista era infinita y cada sentimiento tenía su lugar en su cerebro herido. Parecía que tenía de nuevo veintitrés años y que el intervalo de vida se había evaporado, como un sueño.

Cuando tenía veintitrés, todo su mundo se vino abajo. Fue cuando Paula se casó con Fernando. Y al fin, con otro golpe en el estómago, tuvo que reconocer algo más, algo que había querido negar. No había citado una emoción en su lista. Y lo había hecho a propósito, aunque era la más poderosa, casi la única: deseo. Un deseo ardiente capaz de quemar toda sensatez. Porque incluso con pantalones anchos y aquella estúpida gorra sobre su cabeza, Paula era absolutamente deseable. Lo había sido desde que cumplió dieciséis años y la vio en su primera fiesta bajo la luz de la luna. Era tan joven y tan bonita, tan vulnerable, que Pedro había entendido por primera vez en su vida lo que significaba enamorarse. Una caída, una inmersión en un mundo nuevo y desconocido, iluminado por su existencia y donde todo era posible. Un lugar desde donde adorarla en la distancia. Al principio. Furioso con su memoria,  contuvo una oleada de recuerdos que podían ahogarle. La odiaba. La había odiado durante años y con buenos motivos para ello. El amor era un sentimiento muerto en él. No estaba en la lista. Ella lo había matado, deliberada, cruelmente, de un modo que nunca podría perdonarle. «Déjalo ya», se ordenó a sí mismo. «Por Dios, deja de darle vueltas mientras estás cuerdo». No era más que la fotografía de una mujer inaccesible y que no merecía la pena. Nada más que una imagen. Tenía otras cosas que hacer que permanecer en la acera como si hubiera recibido una revelación divina. Por ejemplo, pensar en la oferta de Roberto. Por ejemplo, comer. Pero entró en el portal y fue hasta el estudio del fotógrafo. Era un lugar fresco, agradablemente decorado con plantas y retratos enmarcados. La mujer de mediana edad que lo recibió con una sonrisa preguntó si podía ayudarle. Quiso sonreír, pero no podía mover su rostro de piedra.

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