viernes, 30 de junio de 2017

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 4

Tres meses más tarde, en la mañana de un sábado de septiembre cálido y soleado, Pedro empujó la puerta del gimnasio de una de las universidades de Halifax. Acababa de apuntarse como socio externo. En las últimas semanas, había estado muy ocupado aprendiendo el negocio de Sam y comprándose un terreno en la bahía, tanto que había dejado de lado su habitual rutina gimnástica. Pasó una hora con las máquinas y las pesas y, cuando salió, se encontraba mucho mejor gracias al esfuerzo. Tras ducharse, tenía la intención de conducir hasta Frenen Bay para comprobar cómo avanzaba su obra. En un gesto impulsivo nada propio de él, había comprado un pequeño terreno frente al mar, a unos veinte minutos de la ciudad, y estaba arreglando la casa ruinosa. Y sin embargo,  intuía con claridad que había acertado. Como había acertado regresando a Halifax y aceptando el trabajo de Roberto. Después de años de vagabundear, se sentía en casa. Salió del gimnasio y avanzaba por el pasillo lleno de estudiantes cuando la voz de una mujer le obligó a pararse en seco.

—Me voy a quedar por aquí —decía la voz—. Pero necesito las cintas.

Pedro giró en redondo y sintió que se estremecía de pies a cabeza. Paula. Aquella voz era de ella, lo hubiera jurado. Pero no podía ser. ¿Qué iba a hacer un sábado por la mañana en la universidad? Llevaba años sin verla, y quizás hubiera cientos de mujeres con aquella seductora voz de contralto que recordaba tan bien. Pero avanzó hacia la voz y al girar en el recodo del pasillo, se dió de bruces con su dueña. Era Paula.

Su corazón dió un vuelco e instintivamente la agarró por los brazos para que no perdiera el equilibrio. En un segundo de lucidez percibió que Paula era completamente diferente y a la vez seguía siendo la misma. Su cabello que solía ser liso, como una cortina dorada alrededor de su rostro, estaba recogido en una cola de caballo. Pero tenía el mismo color cálido que recordaba. Sus ojos, llenos de sorpresa y temor, eran del azul profundo, oscuro, que tenía grabado en su mente. Parecía cansada. Unas ojeras levemente malvas llenaban de sombras profundas sus ojos, que lo miraban muy abiertos. Tenía los dedos, delgados y largos, apoyados en su pecho, pero sin las uñas pintadas que solía llevar con diecinueve años. Tampoco llevaba anillo alguno, se dijo  sintiendo una sacudida nerviosa. La suave curva de su vientre estaba pegada a él y al inclinarse pudo ver el delicioso y perturbador paisaje de su escote. Tenía más pecho que de joven, pensó con la boca seca.

—¡Pedro! —exclamó al fin Paula—. Pedro Alfonso… ¿Qué estás haciendo aquí?

Más detalles siguieron penetrando en el cerebro paralizado de Pedro. Llevaba un traje de aerobic, una camiseta minúscula y pegada al cuerpo y unos pantalones negros que evidenciaban la redonda firmeza de sus caderas. Con horror,  sintió que empezaba a excitarse. La apartó con gesto violento, horrorizado con la respuesta de su cuerpo y con la idea de que ella pudiera darse cuenta. Dijo con sequedad:

—Estaba en las pesas, ¿Y tú?

—Tengo una clase de aerobic. Pero, ¿Qué haces en la ciudad? Creí que estabas en Australia. O Chile, no sé.

—Viví en Australia hace siete años —al darse cuenta de que aún la sujetaba por el brazo desnudo, dejó caer las manos y se inclinó para recoger la toalla que se había caído al chocar—. Ahora vivo aquí.

—¿Aquí? ¿Desde cuándo? 

—Hace un par de meses. 

No parece gustarte la idea. La expresión era un eufemismo. Paula parecía trastornada y, lo que era más curioso, asustada. ¿Por qué iba a darle miedo la reaparición de un hombre rechazado años atrás? Ella se retiró un mechón suelto del rostro y Pedro observó que le temblaban levemente las manos. Con un esfuerzo evidente por recuperar la compostura, dijo:

—Me da igual dónde vivas, por supuesto. Pero me ha sorprendido verte después de tantos años.

—Diez años —dijo Pedro—. ¿Te acuerdas? Hablamos por última vez en la gasolinera. Era agosto.

Dos días después de la paliza. Observó como la mujer palidecía antes de sonrojarse.

—Sí, supongo… Mira, tengo que marcharme.

—¿Así que te has hecho estudiante de mayor, Paula? —comentó Pedro en un tono desagradable.

Paula alzó la barbilla.

 —Pau—dijo—. Me dicen Pau.

 No era la respuesta que él esperaba. 

—¿Pau? ¿A qué viene que me dices eso? 

Ella sostuvo la mirada con un gesto desafiante. 

—¿Por qué no?

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