viernes, 9 de junio de 2017

Enamorando Al Magnate: Capítulo 8

 Justo cuando Paula estaba empezando a desear que se abriera la tierra y la tragara, se abrió la puerta y entraron sus hermanos.

—Hola, Gonza. Delfi—saludó, aliviada.

Su hermano era tan alto como Pedro y, con veintidós años, no era mucho más joven. Tenía el pelo moreno y corto, peinado con gomina. Llevaba una camiseta azul marino que resaltaba sus ojos castaños, muy atentos al hombre que había junto a su hermana.

—Hola, Pedro —saludó Gonzalo y extendió la mano.

Paula  admiró el masculino gesto de su hermano y se sintió orgullosa de él.

—Gonzalo, hola —repuso Pedro y le estrechó la mano—. ¿Cómo estás?

—Bien. ¿Y tú?

—No puedo quejarme —contestó Pedro y miró a Delfina—. Cada vez que te veo, te pareces más a tu hermana.

La esbelta joven de veinte años se sonrojó. Se colocó un mechón de pelo moreno detrás de la oreja.

—¿Es un cumplido?

Pedro  miró a Paula y guiñó un ojo.

—Por supuesto.

Como si pudiera creerlo, se dijo Paula. ¿Qué otra cosa podía haber dicho él? ¿Que las hermanas Chaves no deberían ponerse caretas para salir a la calle? El encanto y la zalamería eran la especialidad de Pedro.  Gonzalo posó la mirada en los muebles colocados en la habitación.

—Parece que llegamos tarde para ayudar, ¿No? — preguntó, sonriendo.

—No te muestres tan decepcionado —dijo Paula con tono socarrón.

—Maldición, de verdad tenía muchas ganas de mover muebles de acá para allá —bromeó Gonzalo  con una sonrisa todavía mayor.

—Pedro ha sido muy amable al ayudarme.

Gonzalo asintió.

—Te debo una, tío.

—No me debes nada. Me alegra servir de algo — afirmó Pedro y miró a Paula—. Y, créeme, no me ha resultado fácil.

Eso iba por ella, pensó Paula, mirándolo a los ojos.

—Lo que importa es que lo básico ya está listo. Correré la voz de que los chicos ya pueden venir al local.

Delfina  señaló al mural a medio terminar con la cabeza.

—Tiene buena pinta, Pau. Me gusta cómo has pintado los teléfonos móviles, los ordenadores y los libros. Lo de los deportes te ha quedado muy bien, también. Muy equilibrado.

  —Equilibrio. Es el sutil mensaje que pretendía transmitir —explicó Paula y sonrió.

—Una buena idea —comentó Gonzalo—. De verdad, me alegro mucho de que Pedro te ayudara. He tenido un día muy largo en el trabajo.

—Gonza trabaja en el departamento técnico del complejo turístico —señaló Paula.

—En mantenimiento, en realidad —puntualizó Gonzalo—. Delfi es una de las camareras del hotel.

—Un trabajo es un trabajo —dijo Delfina, encogiéndose de hombros.

 —Deberías estar agradecida por tenerlo —le recordó Paula.

—No dejas de decirme lo mismo —replicó Delfina y apretó los labios.

—Eh, hermanita —dijo Gonzalo y le dió un suave codazo cariñoso a Delfina en el brazo—. Ahora que no tenemos que ayudar, podemos irnos a comer. Recuerda que estamos muertos de hambre.

—Sí.

Paula asintió.

—De acuerdo. Yo he terminado aquí por hoy. Id a casa, yo iré enseguida para preparar la cena.

—Yo puedo hacer la cena —se ofreció Delfina.

—De acuerdo —respondió Gonzalo, camuflando una expresión de aprensión—. Pero la última vez que te acercaste a la cocina e intentaste preparar algo más que un sándwich o un plato de cereales, la alarma de incendios estuvo sonando durante horas.

—Fue una buena cosa —indicó Paula—. Siempre es bueno saber que el detector de humo funciona.

Sin embargo, los ojos de Delfina se oscurecieron de rabia, dejando claro que no apreciaba la broma.

—Si no piensan dejarme intentarlo nunca más, ¿Cómo voy a aprender?

—El humo suele indicar que hay fuego —siguió bromeando Gonzalo con una sonrisa provocadora—. Y yo quiero seguir teniendo una casa donde resguardarme. Sobre todo en invierno.

—Eres un tonto —le insultó Delfina y le dió un puñetazo en el brazo.

—Ay —protestó Gonzalo y se frotó el brazo—. Me ha pegado —le dijo a Paula—. ¿Vas a dejarle que me pegue?

—¿Cuándo vas a dejar de tratarme como si fuera una niña? Soy mayor de lo que eras tú cuando mamá murió —rezongó Delfina, mirando a Paula.

 Luego, se dió media vuelta y salió, dando un portazo tras ella.

—Está un poco sensible —la disculpó Gonzalo y se encogió de hombros—. Es mejor que la siga. Es ella quien conduce.

—Nos vemos en casa —se despidió Paula.

Cuando estuvieron solos de nuevos, Pedro y Paula hablaron al mismo tiempo.

 —Lo siento…

—Han crecido…

—Tú, primero —dijo Paula, encogiéndose de hombros.

 —Sólo iba a decir que tus hermanos se han criado bien, gracias a tí.

Ella miró por la ventana. Estaba oscureciendo afuera.

—Yo iba a decir que siento que hayas tenido que presenciarlo.

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