lunes, 3 de septiembre de 2018

Paternidad Temporal: Capítulo 20

Paula arqueó las cejas y obedeció.

–Dime, ¿Cómo es posible que en quince minutos hayas pasado de odiar el maíz a adorarlo?

–Nunca dije que odiara el maíz. No me gusta parar. Tendríamos que estar en la carretera. Pero tengo que admitir que esto ha resultado educativo.

–No tenía una función educativa. Aparte de calmar a Mateo, hemos parado por diversión. Quería que te soltaras un poco.

–¿Podríamos saltarnos tu intento de analizarme y entrar a ver el maíz?

–Como quieras.

Él sujetó la puerta abierta. Ella tuvo que pasar con el cochecito por debajo de su brazo estirado, rozando su pecho y captando su delicioso olor masculino. Por suerte, a Paula no le costó concentrarse en lo que tenían delante.

–¿Habías visto algo igual? –preguntó, apretando la mano de Pedro.

–Pues no. La verdad, no sé por qué alguien querría construir esto, pero estoy impresionado.

Dentro de una campana de cristal, en el centro de un enorme círculo de hierba verde y aterciopelada, se alzaba la que sin duda era la mazorca mayor del mundo en toda su gloria amarilla. Era tan alta que Paula tuvo que echar la cabeza hacia atrás para ver la parte superior.

–Caramba –Pedro apoyó las manos en las caderas–. ¿Cómo crees que hicieron esta cosa?

Casualmente, el marido de la mujer de las palomitas estaba allí para explicarles cada detalle de la construcción de la mazorca de escayola.

–Según la leyenda local, cualquier pareja que pase por aquí tiene que besarse para tener buena suerte el resto de su viaje.

–No somos pareja –Pedro se aclaró la garganta. Solo somos amigos.

–Es igual. Si no besa a la dama, probablemente tendrán un pinchazo a veinte kilómetros de aquí.

Las manos de Paula empezaron a sudar contra el asa de plástico del carrito y se le aceleró el pulso. Se preguntaba si Pedro sería capaz de besarla por una estúpida superstición. Para su vergüenza, ¡Deseó que lo hiciera!

–Son las cinco menos cuarto –dijo el anciano, mirando su reloj de bolsillo–. Más vale que se pongan a ello. El museo cierra en un cuarto de hora – se alejó y Paula soltó el aire de golpe.

–Eso ha estado muy cerca.

–¿El qué?

–Ya sabes –se puso el pelo detrás de las orejas y dejó escapar una risita nerviosa.

–No, no lo sé –dió un paso hacia ella.

–El tema del beso. Ese tipo intentaba presionarnos. Por su forma de hablar, cualquiera…

Su mente se paralizó cuando Pedro la besó. Los labios blandos y exquisitamente cálidos se encontraron con los de Paula y provocaron en ella un torbellino de emoción que no habría podido  definir. Se concentró en disfrutar del momento. Cuando Pedro se apartó, sonreía. Ella se tocó los labios con dedos temblorosos.

–Ya has oído al hombre –dijo–. Es una tradición. ¿Qué podía hacer? No quiero pasar otras tres horas en un centro comercial esperando que cambien la rueda, ¿Y tú?

–Eh, no. Claro que no.

–¿Lista para volver a la carretera? –preguntó Pedro, mirando a su sobrino, ya dormido.

–Sí. Supongo. Pero, ¿No deberíamos hablar?

–No –puso un brazo sobre sus hombros como si fuera lo más natural del mundo.

Paula no habría sabido decir si era un gesto de afecto, intimidad o amistad. Pero era tan consciente de su cercanía y del rastro de sabor a palomitas  de sus labios que le costaba respirar.

–Toda esta excitación me ha dado sueño –dijo él–. ¿Te importaría conducir mientras echo una cabezadita?

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