lunes, 3 de septiembre de 2018

Paternidad Temporal: Capítulo 18

–No. Aparte del tema de la decoración de tartas, no tenía mucha conversación.

–¡Adorables! Sissy, ven aquí a ver a estas tres, bueno, cuatro maravillas – la adolescente a cargo de la caja de la pizzería siguió mascando chicle y le guiñó un ojo a Pedro.

Pedro simuló estar ocupado con la cartera. Ya había comprobado sus mensajes en el teléfono público, pero tal vez debería ir a llamar de nuevo mientras esperaba a que Paula saliera del aseo. Una chica cuya insignia de identificación decía «Susy» se acercó a la caja.

–Oh, sí que son monísimos –clavó la mirada en Pedro.

 Él rezongó para sí; las chicas no tendrían más de dieciséis años.

–¿Quieres que me siente contigo mientras comes? –preguntó Susy–. Podría ayudarte con los bebés.

–Gracias por la oferta, pero mi esposa saldrá enseguida. Aquí estás, cariño –dió la espalda a la caja y le guiñó un ojo a Paula–. ¿Nos bastará con una de masa fina con beicon, aceitunas y piña?

–No olvides mi té, cielo. ¿Lo has pedido?

–Dos tés helados –dijo Pedro, aliviado al ver que Paula le seguía el juego.

–Vale –dijo la cajera. Susy echó un vistazo a Paula y volvió a la cocina–. Enseguida.

Pedro pagó y fue hacia la mesa en la que Paula había montado el campamento, lejos de la caja.

–Gracias –dijo, poniendo los vasos en la mesa y sentándose frente a Paula–. Eso ha sido terrible.

–¿Qué ha sido terrible, cielo?

–Esas dos chicas. Me estaban tirando los tejos. En realidad, tendrían que irse a casa a jugar con sus muñecas.

–¿Y alejarse de los hombres de verdad, como tú? –le lanzó un beso con la punta de los dedos.

–¿Te han dicho alguna vez que eres más mala que hecha a propósito? Paula, sonriente, negó con la cabeza.

–A ver, Don Control. ¿Qué habrías hecho si yo no hubiera estado aquí?

Pedro agarró cinco sobrecitos de azúcar, los sacudió, rasgó la parte superior y los echó al té.

–Estoy esperando –insistió Paula.

–¿La verdad? Seguramente habría puesto alguna excusa tonta, como que no llevaba la cartera, y me habría ido. Esas cosas me incomodan, nunca sé qué decir.

–Lo único que necesitas hacer, Pedro, es hablar –se echó dos sobrecitos de azúcar al té y lo removió–. A Brenda tendrías que haberle explicado lo que sentías respecto a su seguridad. A esas adolescentes habría bastado decirles, con cortesía y firmeza, que no estabas interesado.

–Ya, pero no pareces captar que no me gusta hablar. Me da picores –se rascó el cuello.

–Eso te lo estás inventando.

Camila empezó a llorar.

–Ah –la levantó de su asiento–. Gracias, nena –frotó la nariz contra su cabecita, inhalando el delicioso y limpio olor a bebé.

Eso le recordó algo. Rebuscó en el bolsillo del cochecito de paso y sacó las toallitas desinfectantes que había comprado en los grandes almacenes. Abrió una y empezó a limpiar la mesa.

–¿Qué haces? –preguntó Paula.

–¿No está claro? No queremos que estos bebés agarren algún virus.

–Pedro, no están sentados en la mesa. Y no vamos a comer aquí. Solo estamos esperando a que el pedido esté listo para llevar.

–Prefiero prevenir que curar.

–Camila–dijo Paula, estirándose por encima de la mesa para agarrarle las manitas–, prometo solemnemente que haré que tu tío se suelte antes de que acabe este viaje. ¿De acuerdo?

La bebé gorjeó.

–Eso es. Al menos aquí hay alguien que está de acuerdo conmigo.

–Ya, bueno, a los chicos les gusto yo, así que somos tres contra dos. No tendré que cambiar.

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