lunes, 24 de septiembre de 2018

Paternidad Temporal: Capítulo 61

–Zorra estúpida. Te dije cerveza baja en calorías. Sabes que estoy entrenándome para ese espectáculo de musculación en el gimnasio.

-Lo siento, Diego. No les quedaba. Pensé que esta valdría.

–Ya, pues te equivocaste –golpeó la pared con el puño, haciendo un
nuevo desconchón.

Paula, encogiéndose por dentro, dobló y desdobló el paño de cocina que colgaba junto al fregadero. Era bonito. Se concentró en el estampado de rosas. Los paños habían sido un regalo de su abuela, que la había advertido respecto a Diego. Abu le había dicho que se estaba precipitando al casarse. Que estaba huyendo del dolor provocado por la pérdida de su abuelo y porque sus padres tuvieran un nuevo destino en el extranjero. Buscando atajos para iniciar su propia familia.

¡Pum!

En vez de dar otro golpe en la pared, Diego se volvió hacia Paula y se lo dió a ella.

–La próxima vez que te pida que compres baja en calorías, si no hay en una tienda buscas en otra. Sabes que he tenido un mal día en la fábrica. ¿Por qué tienes que arruinarme la noche también?

–Yo… no.

Se refugió más en su interior. Él la golpeó de nuevo, más fuerte.

–Sal de aquí. Y no vuelvas hasta que tengas la cerveza que he pedido.

Paula no se había molestado en volver. En urgencias había rellenado una denuncia. Y al día siguiente los papeles de divorcio. Sin hijos y sin apenas propiedades compartidas, el asunto se solucionó pronto, sobre todo porque Diego ya tenía en espera a otra mujer a la que golpear. Había intentado avisarla, pero no había servido para nada. Embobada con el físico de Diego, Leticia solo podía pensar en acostarse con el hombre que creía que era. Minutos después, en su piso, con el cerrojo echado, rehízo su bolso de viaje, agarró las llaves del coche y dejó a Pedro igual que había dejado a su esposo cinco años antes. Sin hacer ruido. Sin protestar. Para siempre.




A Pedro , en la cocina, le temblaban las piernas de alivio. Su enfado con Luciana provenía de lo mucho que la quería, y ella lo sabía. La abrazó.

–Uf –dijo Marcos, entrando en la habitación–. Ya suponía que solo tardarían unos minutos en arreglarse. Para que lo sepas –le dijo a su mujer–, estoy de acuerdo con tu hermano. Si me hubieras hecho esa faena a mí, habría llamado a toda la policía desde aquí al Cañón del Colorado.

–Dejenlo ya. Lo he entendido. Creanme, si vuelve a ocurrir algo así…, y rezo que para no ocurra, recurriré a telegramas cantados si es lo que hace falta para avisarles.

–Gracias –Pedro le dió una palmadita en la espalda–. Eso es cuanto pido – miró el vaso que tenía en la mano–. Caramba, había venido a por un refresco para Paula, pero estaba tan enfadado contigo que me olvidé de ella. ¡Ahora mismo te llevo la bebida! –gritó.

–Es fantástica –susurró Luciana–. Perfecta para tí. En vez de quejarte pero mi escapada, tendrías que estar dándome las gracias. Si no hubiera sido por mí, no estarían juntos.

Pedro miró a su hermana con el ceño fruncido.

–Cielo, yo que tú no diría más –recomendó Marcos, poniéndole un brazo sobre los hombros.

–Haz caso a tu marido –dijo Pedro. Con el vaso en la mano, volvió a la sala.

Pero Paula no estaba. Como la luz del cuarto de baño estaba apagada, supuso que habría subido a ver a los bebés. Subió los escalones de dos en dos.

–¿Paula? –llamó.

No estaba en su dormitorio. Ni en el cuarto de baño. Ni en la habitación de invitados en la que dormían los bebés. Volvió a bajar.

–Luciana, ¿Está Paula con ustedes?

Silencio.

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