miércoles, 19 de septiembre de 2018

Paternidad Temporal: Capítulo 51

–¡Ahhhhhh! –gritó Paula–. Reduce la velocidad. ¡Vamos a estrellarnos!

–Tienes que relajarte –Pedro se rió–. He hecho esto cien veces. Créeme, todo irá bien.

Ella dejó de gritar pero siguió aferrándose al asa que había en el salpicadero.

En el último tramo de carretera antes de llegar a la cima, los surcos y baches en la tierra eran muy profundos. Pedro  nunca lo habría admitido, pero el viaje estaba suponiendo un reto mayor de lo que había esperado. No le importaba; cuando acabara el día disfrutaría de otra noche a solas con Annie en la cabaña.

–¿Has visto la caída que hay?

Pedro miró en la dirección que Paula señalaba.

–Eso no es nada. He subido por viejas sendas mineras en auténticos acantilados.

–Pues yo preferiría estar en el centro comercial de excedentes de fábrica.

–¿No tuviste bastante ayer?

Habían parado en uno en el camino de vuelta. Pedro le había dicho que quería sacar a los bebés del coche un rato, pero en realidad había parado por ella. Al principio Annie había parecido tan excitada como un perro ante un hueso, pero en vez de huesos, buscaba ropa y bolsos de rebajas. Él había perdido la cuenta de las horas que había pasado sentado ante los probadores, entreteniendo a los bebés. Pero esa mañana, al ver la minifalda vaquera y la ajustada camiseta azul que se había puesto, había sabido que cada una de esas horas había merecido la pena.

–Una mujer nunca se cansa de ir de compras. Recuérdalo y cualquier mujer te adorará siempre.

«¿Y si fueras la única mujer que me interesa?» Pedro movió la cabeza. La altitud debía de estar afectándolo. Se llevaban mucho mejor desde que habían hablado, pero seguía habiendo una barrera entre ellos: su obsesión por controlarlo todo. Era imposible saber qué traerían los días siguientes. Cuando regresaran a casa seguramente un montón de padres solteros y ricos, que podían permitirse pagar las tasas del centro privado en el que iba a trabajar, la invitarían a salir con ellos. Serían profesionales y ejecutivos que nunca llegaban a casa apestando a humo incluso después de ducharse. Hombres que no hacían turnos de veinticuatro horas ni tenían hollín bajo las uñas.

–Estás muy callado –dijo Paula–. ¿Significa eso que la carretera está peor de lo que esperabas?

–Sí –mintió él.

Decidió intentar vivir el momento y dejar que el futuro siguiera su rumbo. A muchas mujeres le gustaban los bomberos. Paula no tenía por qué ser diferente. Pero lo era. Era diferente a la mayoría de las mujeres, mejor, en todos los sentidos posibles.

–Casi estamos arriba y te aseguro que la vista va a hacer que los baches hayan merecido la pena.

–¿Me lo prometes?

–Desde luego.

–Bueno, intentaré relajarme. Pero entre la preocupación de despeñarnos y pensar en la paliza que me van a dar en Palabras cruzadas, está resultando ser un día poco pacífico.

–Se supone que no tiene que ser pacífico. Esta es mi venganza por haber vuelto a machacarme anoche, ¿Recuerdas?

Había empezado ganando, pero de repente había captado el aroma de Paula: una irresistible mezcla de sudor limpio y crema para bebés. Había perdido la concentración.

–Eh, no es culpa mía que siempre te salgan malas letras.

Cierto. Tampoco había sido culpa de él que se le fueran los ojos al escote de su blusa. Le costaba creer que hacía menos de veinticuatro horas había probado eso con lo que ya solo podía soñar.

–Tú espera y verás –dijo él–. Alfredo te va a dar tal paliza que te hará llorar.

–Eres malo –le sacó la lengua.

–Mira esa vista y repite que soy malo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario