miércoles, 12 de septiembre de 2018

Paternidad Temporal: Capítulo 37

–Levanta, dormilona.

–¿Ya? –Paula bostezó.

–Los bebés llevan horas arriba –Pedro se rió y le besó la frente–. Han comido, están cambiados y el equipaje está hecho. La furgoneta te espera.

–¿Por qué no me has despertado?

Él pasó un dedo por su mejilla con tanta suavidad que casi fue como si no la tocara. Paula abrazó la almohada de plumas y recordó la maravillosa noche que había pasado acurrucada contra él. Si se hubieran conocido en otro tiempo y en otras circunstancias, quizá seguiría en la cama con ella.

–Estabas tan relajada que decidí dejarte dormir.

A Paula le rujió el estómago. Se puso las manos encima y se sonrojó.

–Supongo que no habrás traído el desayuno.

–Lo siento –le acercó un plato con los restos del guirlache que habían comprado en la vaca–. Esto es lo único que hay, a no ser que te apetezcan judías con tomate. Si es el caso, abriré una lata.

–Me gusta desayunar dulce. Simularé que eso es una galleta crujiente.

–Me gusta tu espíritu –Pedro empezó a plegar el parque de juegos, con poco tino.

–Deja que te ayude –dijo Paula, saliendo de debajo del ligero edredón de plumas que los había protegido del frescor nocturno.

En menos de un minuto, dobló el parque y lo guardó en su bolsa.

–Te encanta hacerme quedar como un tonto, ¿Verdad? –Pedro se cruzó de brazos.

–No se lo contaré a nadie –le guiñó un ojo, agarró su neceser y fue hacia el cuarto de baño.

Cinco minutos después, se había recogido el pelo en una cola de caballo, cepillado los dientes, lavado la cara y puesto unos pantalones cortos, una sudadera universitaria y un sombrero. Volvió a la sala y se puso la cazadora.

–¿Dónde están los bebés? –le preguntó a Pedro, que estaba junto a la puerta–. Ni siquiera les he dado un abrazo esta mañana.

–Ya están en sus asientos en el coche. Tengo que admitir que tengo prisa por llegar a casa.

–Apuesto a que cuando lleguemos, Luciana será quien esté allí preocupada por ustedes.

–Espero que tengas razón –inspiró con fuerza–. No es que quiera que se preocupe, pero…

–Lo sé –lo interrumpió ella.

La sala parecía triste con los estores bajados y las fundas contra el polvo de nuevo en el sofá y los sillones. Era asombroso que la noche anterior hubiera parecido tan acogedora.

–Parece que ya lo has hecho todo –dijo Paula–. ¿Quieres que quite las sábanas de la cama? Sería mejor no dejarlas puestas usadas.

–Las quité mientras estabas en el baño.

–Vale –echó un último vistazo a la idílica cabaña–. Indirecta captada. Vámonos.

Él puso la mano en su cintura y la guió hacia fuera. Ella intentó mantener la compostura. Aunque apenas conocía a ese hombre y no tenía vínculos emocionales con la desvencijada cabaña, Paula sabía que no podría olvidar el tiempo que habían compartido. Cocinar esa extraña mezcla de comida de lata, que había sabido tan bien. Bañar a los bebés uno a uno en el fregadero de porcelana. Reír jugando a Palabras cruzadas. Compartir la vieja cama de hierro fundido y, tal y como había temido, acabar en brazos de Jed durante la noche. Pero en vez de odiarlo, le había gustado. Y tenía el deseo irracional de volver a hacerlo todo otra vez.

Pedro le abrió la puerta de la furgoneta. Paula ocupó su asiento y se volvió para darles los buenos días a los adorables bebés que, sonrientes, chupaban sus mordedores.

–Los he echado de menos –les dijo.

–Créeme –dijo Pedo–. Ellos también a tí. Creía que nunca iba a acabar de cambiarles los pañales. Cada vez que estaba a punto de acabar, uno de los chicos, Joaquín, volvía a ensuciarse.

–¿Está malito? –Paula se quitó las deportivas y apoyó los pies en el salpicadero.

–Si me estás preguntando si tenía diarrea, a mí me ha parecido que su caca era normal.

–Eso está bien.

–Ya te digo. Lo último que necesitamos es un bebé enfermo –metió la llave en el arranque–. ¿Estás lista?

–Vamos a buscar a tu hermana –dijo ella.

Por lo visto, la furgoneta tenía otras ideas. En vez de arrancar, el motor dió un par de chasquidos y se paró.

–Maldición –Pedro golpeó el volante con la mano.

–¿Qué ocurre?

–¿Recuerdas que ayer dijiste que parecía que la luz interior estaba encendida? –Pedro gruñó.

–Sí.

–Pues me temo que tenías razón.

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