lunes, 24 de septiembre de 2018

Paternidad Temporal: Capítulo 63

–Vale –Daniel soltó una risita–. Estaremos pendientes de su coche, pero lo de Luciana ha embarrado tu reputación en la comisaría, colega. Si encuentras indicios de secuestro o de problemas, llámame e intentaré ayudar.

Pedro colgó el teléfono y se convenció de que no tenía necesidad de vomitar. Las náuseas que lo atenazaban estaban en su cabeza. Igual que el temor de haberse equivocado con Paula. El miedo a que no fuera la mujer que creía que era. Si ese era el caso, no sabía cómo iba a poder soportar que viviera enfrente de él. Cada vez que abriera o cerrara la puerta, recordaría lo tonto que había sido al confiar ciegamente en ella. Su vena maníaca de control era la vena sabia. Tenía que desechar de una vez la vena romántica. «¿Cómo puedes pensar eso? ¿Y si está herida? ¿Y si te necesita? ¿Dónde está tu sentido de la lealtad? ¿Dónde está tu compasión?» Con la esperanza de aplastar esa maldita vena romántica, buscó en su cartera el número de teléfono que había usado una vez. Lo marcó.

–¿Pedro? –contestó alguien al tercer timbrazo.

Lo decepcionó oír la voz de la abuela de Paula, en vez de la de su amada. Había hablado con ella una vez, justo antes de iniciar el viaje. Era anticuado, pero había querido presentarse. Pedirle permiso para llevarse a su nieta.

–Sí, señora Chaves, soy yo. Siento llamar tan tarde, pero es que…

–Paula está aquí, y está llorando. ¿Le has hecho daño?

Él tragó saliva. Daniel y sus colegas del parque de bomberos tenían razón al pensar que era idiota. No sabía qué demonios le ocurría.

–Si le hice daño, no sé cómo fue –dijo–. Le eché la bronca a mi hermana y luego Luciana y yo nos abrazamos. Le pedí perdón por haber perdido los nervios y ella me perdonó. Después fui a buscar a Paula, a pedirle disculpas por haberme dejado llevar por la frustración, pero se había ido.

–¿Me prometes que eso es cuanto ocurrió? –la abuela de Paula suspiró–. ¿No le pegaste?

–¿Pegarle? ¿Qué clase de monstruo cree que soy? Puede que tenga manías que resolver, pero mi idea de terapia no incluye golpear a mujeres.

–Con eso me basta. ¿Quieres a mi nieta?

–No sé cómo ha podido ocurrir tan rápido, pero sí –admitió Pedro–. Quiero a Paula.

–¿Te contó algo de su primer matrimonio?

–¿Estuvo casada?

–¿Te gusta el pollo estofado? –la mujer se aclaró la garganta.

–Sí, señora.

–A mí también. Ven mañana a las seis de la tarde y haré una buena tanda para cenar.

Colgó, dejando a Pedro más confuso que nunca.

-¿Quién ha llamado? –preguntó Annie, secándose el pelo con una toalla.

–¿Qué quieres decir? –la abuela Rosa no levantó la vista de su crucigrama.

–Me pareció oír sonar el teléfono.

–¿Quién iba a llamar a estas horas?

«Pedro. Para explicar lo inexplicable», pensó ella. Pero Jed no sabía dónde estaba, ni tenía el número de teléfono de su abuela.

–Tienes razón –Paula se sentó en el sofá y alzó los pies para frotarse los dedos, que estaban helados. Desde que había salido de casa de Pedro no conseguía entrar en calor.

–¿Estás lista para contármelo todo? –preguntó su abuela.

Pero Paula tenía que reflexionar antes, porque ni siquiera ella sabía qué había ocurrido.

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