lunes, 1 de julio de 2019

Indomable: Capítulo 22

Y en un momento dado, cuando había regresado a la mesa después de estar jugando con Valentina, se había quedado mirándola con tal intensidad, que los pezones se le habían endurecido, aunque por suerte gracias al grueso suéter de lana no se le había notado. El recuerdo del brillo de depredador en sus ojos ambarino la hacía sentirse nerviosa, y se apresuró a desabrocharse el cinturón de seguridad y a abrir la puerta.

–No hace falta que te bajes –le dijo–; deberías llevar a Sara a casa antes de que empiece a hacer más frío.

–Dejaré el motor en marcha y la calefacción puesta mientras llevo a Valentina dentro –respondió él–. Ve a abrir la puerta de la entrada, Paula –le ordenó en un tono que no admitía discusión, justo cuando ella abrió la boca para replicar.

«¡Qué hombre más irritante!», pensó mientras se dirigía hacia la entrada. Había criado a Valentina ella sola desde que había nacido y no necesitaba su ayuda, se dijo introduciendo la llave en la cerradura. Al mirar hacia atrás por encima del hombro vió que su hija se había despertado, pero en vez de alarmarse por encontrarse en los brazos de Pedro la pequeña apoyó la cabeza en su hombro y volvió a cerrar los ojos. No estaba celosa, se dijo Paula, intentando convencerse a sí misma. Sin embargo, le resultaba difícil ver a su hija acurrucándose contra Pedro como si se hubiese convertido en parte de sus vidas. No lo era, y nunca lo sería. No quería que la niña se encariñase con él para luego llevarse un chasco cuando regresase a Italia.

Cuando pasaron al salón lo observó mientras depositaba a la niña dormida en el sofá, y lo siguió de vuelta al vestíbulo.

–Gracias otra vez; Valentina… las dos lo hemos pasado muy bien –le dijo de nuevo.

–Me alegra que no haya sido para tí un suplicio pasar la tarde en mi compañía –dijo Pedro.

En el estrecho vestíbulo estaba tan cerca de ella que Paula se sentía incómoda. Cerró los ojos en un vano intento por no ser tan consciente de su presencia, pero eso hizo que sus otros sentidos se agudizaran. De inmediato la envolvieron el calor de su cuerpo y el aroma de su aftershave. Abrió los ojos cuando sintió algo rozar su mejilla, y los abrió aún más al ver que Pedro estaba remetiendo un mechón por detrás de su oído; un gesto inaceptable viniendo de un hombre al que apenas conocía. Era una intrusión en su espacio, y sabía que debería decirle que se apartara, pero la leve caricia de sus dedos en su piel la tenía hechizada. ¡Hacía tanto tiempo de la última vez que la había tocado un hombre! Desde que había descubierto las infidelidades de Javier había levantado un muro en torno a su corazón. ¿Iba a permitir que ese muro fuera derrumbado por un reconocido playboy?

La expresión vulnerable en los ojos grises de Paula pilló a Pedro por sorpresa. Su instinto le decía que alguien le había hecho daño en el pasado. ¿Qué otra razón podría haber para que lo rehuyese como una yegua nerviosa cada vez que se acercaba a ella? ¿Pero quién podría tener la culpa de que estuviese siempre a la defensiva? Pensó en la foto de su difunto marido sobre la chimenea, y bajó la vista al anillo en su dedo, recordando cuántas veces se había puesto a darle vueltas esa tarde sin darse cuenta. Sí, debía haber querido mucho a su marido para llevar el anillo de casada tres años después de su muerte. Pero, ¿Si no era él, quién tenía la culpa de esa mirada temerosa en sus ojos? ¿Y qué le importaba a él?, se preguntó irritado. Por algún motivo que no sabría explicar se encontraba queriendo deslizar los dedos por entre su brillante cabello y atraerla hacia sí. Lo único que evitó que inclinara la cabeza y la besara fue el darse cuenta de que el labio inferior le temblaba ligeramente. Lo enfurecía y lo irritaba al mismo tiempo: en un momento se comportaba como la eficiente e inflexible enfermera que era, y en el momento siguiente se convertía en una mujer sensual cuyo recelo no lograba disimular la atracción que sentía hacia él. Paula se apartó de él y abrió la puerta.

–Buenas noches.

A Pedro no le pasó inadvertida la leve nota de desesperación en su voz y se apiadó de ella.

–Ciao, bella –murmuró, sin apartar aún los ojos de ella.

Luego se dió media vuelta y salió de la casa.

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