domingo, 2 de julio de 2017

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 12

—¿Consejos sentimentales? —preguntó con ironía—. ¿Lo dices por experiencia?

Roberto  hizo una mueca.

—No. Cuando Elisa murió, nunca me recuperé lo suficiente como para buscar a una mujer. Salir con alguien a mi edad me parecía impropio.

Pedro se sintió avergonzado por su broma. Sabía lo duro que había sido para Roberto la muerte de su mujer.

—Mi madre tiene un novio —dijo—. Nunca es tarde, Roberto.

—La hermana de Manuel es una chica preciosa. Tan morena como tú y le gusta bailar —dijo Roberto yendo al grano.

—¿Y qué haces sí ese coche que es un trasto es tu primer coche y no eres capaz de venderlo? —preguntó Pedro con precaución.

—Si eres joven, lo dejas en la calle de atrás y te compras uno nuevo para pasear por la ciudad —respondió Roberto sin dudarlo—. A tu edad, uno no debe pasarse el tiempo hablando con un fantasma, como yo.

Pedro estuvo a punto de contarle toda su triste historia. Pero desde niño se había acostumbrado a no aburrir con sus penas y a no cargar con los consejos de los demás.

—Solo ví a Elisa un par de veces, pero me caía muy bien. ¿Cómo se conocieron?

Roberto comenzó a narrar y Pedro escuchó con atención. Era un buen oyente, pero más bien callado. Esa era una de las quejas de su madre. La otra queja era que no hacía el menor esfuerzo por hacerla abuela. Dos niñas rubias llamadas Isabella y Valentina. «¿Estás pensando en quedarte con las niñas de otro hombre? Lo mejor es que no menciones el nombre de Paula ante tu madre». Esa resolución era fácil de cumplir. Mucho más duro era dejar de pensar en ella.


Pasó una semana. En la casa de la Bahía, el fontanero terminó de instalar los grifos y, en el trabajo, Pedro mejoró su imagen y su relación con algunos de los mecánicos que no habían apreciado la llegada de un extraño en calidad de jefe. No solo era un gran mecánico y un trabajador incansable. Era un hombre con mundo que sabía cuándo callarse y en qué meterse. Una mañana tuvo una pequeña discusión con Joel, el líder del grupo, pero la ganó y Joel comenzó a aceptar la jerarquía y a bromear con él. El resto fue pan comido y él agradeció el desarrollo de los acontecimientos. Le gustaba mucho el garaje y el ambiente de trabajo. El hecho de que fuera una pequeña mina de oro era una ventaja añadida a su felicidad.

El domingo se acercó al garaje para dedicarse a conocer los azarosos y originales métodos contables de Roberto. Pedro había aprendido contabilidad en uno de sus trabajos y, en cuanto tuviera más confianza, tendría que introducir algunos cambios. Un ordenador, por ejemplo, para sustituir la vieja máquina de escribir y las facturas apiladas en cajas de cartón. A la una, decidió que ya estaba bien de trabajo y pensó acercarse al gimnasio. Para cuando llegara, Paula se habría marchado. Pero cuando empujó las puertas del gimnasio, lo primero que oyó fue la voz aguda y ofendida de la pequeña Isabella. Estaba sentada en una silla, con las mejillas escarlatas de furia.

—¡Sí que va a volver!

—No va a volver. Mamá lo ha dicho.

Incluso Valentina parecía preocupada. No paraba de tirarse de un mechón de pelo. Isabella exclamó con angustia:

—Es mi papá. No puede irse para siempre.

 —Se han divorciado —explicó Valentina con calma—. Mamá te lo explicó todo.

Isabella parecía a punto de sollozar.

—Me da igual su divorcio idiota. Quiero que vuelva.

—Pues no va a volver —repitió con paciencia Valentina.

En aquel instante, Isabella comenzó a llorar con abundantes y ruidosas lágrimas. Pedro  miró entonces a la puerta que daba a las oficinas. Allí estaba Paula, como paralizada y mirándolo. «Me has mentido», se dijo mentalmente. «No estás casada, estás divorciada. Eres libre».  Como dos tambores las palabras se repetían en su cerebro, haciéndolo estallar: «has mentido. Eres libre. Has mentido. Eres libre». Se preguntó si parecería tan impresionado como se sentía. A juzgar por el rostro de Paula y su aparente parálisis, así debía de ser. En aquel momento, Isabella reparó en su madre. Saltó de la silla y corrió hasta ella para lanzarse a sus brazos, sollozando.

—Papá volverá pronto, ¿Verdad, mamá?

—No —Paula habló con firmeza, sin dejar de mirar a Pedro y abrazando a su hija—. No volverá, cariño, ya te lo he explicado.

—Pensé que no era verdad —sollozó Isabella.

 —Yo sabía que era verdad —dijo Valentina con sensatez uniéndose a las dos.

—Se ha marchado a Texas —siguió Paula con la misma calma peligrosa—. Eso está muy lejos, Bella.

—Los vaqueros viven en Texas —suspiró la niña.

—Tu padre vive en la ciudad, tesoro. No le gusta el campo, ¿Recuerdas?

Valentina puso una mano torpe en el hombro de su hermana.

—Vamos a llegar tarde al cine, Bella, y tenías muchas ganas de ver esa película —sacó un pañuelo arrugado de su bolsillo y se lo tendió—. Toma, usa el mío.

Isabella se limpió las mejillas con el pañuelo y miró el reloj, pero en ese momento, Valentina exclamó con voz desesperada, mirando al exterior por las ventanas:

—Oh, no. Ahí va el autobús. Tendremos que esperar a la semana que viene. Ahora ella también parecía a punto de echarse a llorar.

Pedro dió un paso hacia ellas.

—Yo las llevaré. Así llegarán a tiempo.

—No podemos hacer eso —protestó Paula—. No…

Valentina sonrió a Pedro con todo su encanto infantil.

—Eres el amigo de mamá, ¿Verdad? El que nos habló el otro día. Venga, mamá, sabes que Bella se muere por ver esta película y la van a quitar. Por favor.

—Mi coche está fuera. ¿A qué hora empieza la película? —preguntó Pedro.

 —A las dos menos cuarto —murmuró Paula—. Pero no sé si…

—Nos sobra tiempo —declaró Pedro con una sonrisa burlona.

 Le hacía gracia que Paula hubiera caído en una trampa dispuesta por sus hijas. Así tendría que ser oficialmente aceptado como amigo de la familia. Amigo de ella, una mujer divorciada. Una mujer que ya no era la esposa de Fernando Martínez. Por algún motivo idiota,  se sentía extraordinariamente feliz.

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