lunes, 3 de julio de 2017

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 16

—Paula, pareces un gato rabioso, ¿Qué te pasa?

Los ojos de Paula brillaban como turquesas.

—Pedro, no eres tonto ni ingenuo. En primer lugar, no puedo soportar que ningún hombre intente mandar en mi vida. Me pone enferma. En segundo lugar, eres la última persona en el mundo que hubiera querido que me viera así —en un gesto vago, abarcó el departamento triste y su mobiliario.

—Vives en el mundo, ¿Y qué? No me impresiona y desde luego no tengo la menor intención de meterme en tu vida.

—Yo he fracasado y tú has tenido éxito. Eso debe darte una enorme satisfacción —le espetó Paula con una amargura que le obligó a ser franco.

—Es verdad que te odié durante años —estalló—. Te he odiado y he sentido rencor y no he olvidado cómo me trató tu familia. Pero si he aprendido algo en las últimas semanas es que ya no te odio.

«Vaya», pensó Pedro, «interesante afirmación. Nada como escucharse hablar para estar al día». Paula dejó la taza sobre la mesa.

—¿Por qué has dejado de odiarme?

—Has cambiado —respondió Pedro secamente—. A mejor.

 Paula estaba sonrojada y respiraba con dificultad.

—Me porté de forma horrible contigo hace diez años. Fui una niña mimada, esnob y estúpida y tuve la culpa de que perdieras un trabajo que necesitabas, aunque entonces ni lo pensé. Nada como el dinero para cegar. Yo estaba por encima de todos los pequeños problemas materiales —de pronto las lágrimas llenaron sus ojos, pero las apartó furiosamente—. Me comporté como una bruja, Pedro. Una bruja de primera clase y moral aristocrática, eso sí.

—Sí —dijo él con calma—. Así es.

Paula lo miró y una expresión humorística cruzó su rostro y desapareció.

—No hace falta que me des la razón tan rápidamente.

—También eras muy joven y no sabías nada, eras el producto de tu casa y tus colegios arrogantes. No era fácil con un padre tan dominante como el tuyo y una madre tan inútil.

Paula se arregló los rizos.

—No te voy a decir que no sea cierto. Al menos así eran —y con una repentina urgencia, lo miró—. ¿De verdad crees que he cambiado, Pedro?

—Oh, sí —dijo éste lentamente—. Has cambiado. ¿Te imaginas esta conversación hace diez años?

Su sonrisa era franca.

—No, claro.

—Ya no pienso en tí como Paula. Pau te va mucho mejor. No hablo de dónde vives, es algo mucho más profundo.

De nuevo, Paula  parecía al borde de las lágrimas.

—Siento tanto lo mal que me porté contigo —murmuró—. Me da tanta vergüenza cómo era entonces y las cosas que hice.

¿Incluía su arrepentimiento la paliza que recibió Pedro? Pero mejor no preguntarlo. El episodio estaba vivo para él y le hacía estremecerse de rencor. Hablaría de ello, pero más adelante. Le parecía que había viajado durante diez años alrededor del mundo para terminar en la cocina de Paula, oyendo sus palabras.

—He esperado mucho para oírte decir eso.

—Demasiado —murmuró Paula—. Aunque estabas en Chile y Australia.

—Y en Tailandia, y Turquía —dejó de sonreír para decir con sinceridad—. ¿Sabes qué? Estás perdonada.

La mujer le dedicó una sonrisa frágil que le recordó la de Valentina.

—Has sido muy generoso.

—Y tú muy valiente por disculparte.

—Ojalá lo hubiera hecho antes. Pero estaba tan obsesionada con apartarte de mi vida, que no quería hablar —se levantó para sonarse y volvió a sentarse—. Te agradezco mucho que trajeras a Valen a casa. Y que te ocuparas de todo —sonrió de nuevo—. De forma muy autodidacta.

—Cuando te pasas diez años viajando, aprendes un montón de cosas.

Cuando se había levantado, la bata se había aflojado de nuevo y Pedro pudo percibir la curva de un seno contra la seda verde. Debía de estar desnuda bajo la bata. Intentó apartar la vista, con el cuerpo tenso por el deseo y la garganta apretada. No iba a parar hasta tenerla en su cama y recuperar la mitad perdida de su alma. ¿Su alma? ¿Se estaba volviendo loco? Lo único que quería era sexo. Llevaba mucho tiempo sin tener una relación con una mujer. Demasiado, era evidente. El tiempo lo remediaría. Miró a Paula, que lo estaba mirando con la boca entreabierta y los ojos Henos de temor. Sin duda, él la había desnudado con la mirada para provocar tal expresión. Enfadado con su torpeza, echó la silla hacia atrás, haciéndola crujir, y se levantó.

—Pedro, no puedes mirarme así, no entra en el pacto que me mires…

La silla tropezó y cayó hacia atrás. Pedro se dió la vuelta para agarrarla, golpeando sin querer el brazo de Paula mientras una voz infantil gritaba desde la puerta:

—¡No pegues a mi madre! ¡No le pegues!

La silla golpeó en el suelo. Hubo un silencio aterrador. Los ojos de Paula estaban anclados en los de Pedro y durante un instante se llenaron de un horror que la hizo parecer mucho mayor que sus veintinueve años.

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