domingo, 9 de julio de 2017

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 29

Cuando Pedro despertó de nuevo, era de día. La puerta estaba abierta y una pequeña figura lo observaba desde el umbral. Isabella.

—Ésta es la habitación de mi madre —dijo con gesto ofendido.

Confiando en que Paula le hubiera explicado qué hacía un hombre allí, Pedro se apoyó en un codo para saludar.

—Buenos días, Bella.

La niña no respondió. Corrió hasta la cama, tomó al gato en sus brazos y salió huyendo de la habitación. A Isabella no le caía bien, estaba claro. Quería a su padre en el lecho de su madre y no a un extraño.

Su ropa estaba doblada sobre una silla. Pedro se vistió, hizo la cama, fue al baño y por fin se dirigió a la cocina. Valentina exclamó al verlo:

—¡Dios mío! ¡Estás horrible!

—Buenos días —dijo Paula, con el tono que hubiera empleado si hubieran llevado veinte años durmiendo juntos.

Isabella no dijo nada.

—Siempre tomamos tortitas y bacón el sábado por la mañana. Sírvete café — prosiguió Paula.

Pedro obedeció y se sentó a la mesa. Valentina quería conocer cada detalle de lo ocurrido la noche anterior. Pedro eludió las respuestas, alertado por el tono falsamente ligero de Paula y se hinchó a tortitas. Pero tan pronto como terminaron anunció:

—Voy a llamar a un taxi y dejarlas en paz.

Paula no discutió. Había observado la hostilidad de Isabella y había intentado en vano que su hija cambiara de actitud. Así que Pedro se despidió de las niñas, agradeció a la madre sus cuidados y se marchó. Dos cosas eran para él evidentes. No deseaba marcharse. Y le dolía la actitud de Isabella. Le dolía que una niña de cinco años no lo quisiera. Pero Isabella no era cualquier niña. Era la hija de Paula.


El lunes por la mañana se sintió con fuerzas para ir a trabajar, aunque tuvo que aguantar un día de bromas sobre su aspecto. Pedro se limitó a sonreír, hacer comentarios ingeniosos y evasivos y esconder la cabeza en el motor de un Porsche. Roberto llegó tarde ese día y, al verlo entrar, se limpió las manos manchadas de grasa y se dirigió hacia el despacho donde su jefe y socio luchaba con unos papeles. Nada más verlo, el hombre exclamó:

—¡Pero qué te ha pasado!

 Pedro explicó lo sucedido brevemente ante la mirada preocupada de Roberto.

—Estás loco, ¿Lo sabes? Hace un año mataron a un hombre por interponerse en una pelea de bandas.

 —Bueno, no me han matado —replicó tranquilamente Pedro.

—¡No se te ocurra hacer algo así de nuevo!

—Oye, no soy un niño para que me regañes.

 —Sigo siendo tu jefe.

Pedro repuso con seriedad:

—Somos socios y fuera de aquí soy mi propio jefe.

Roberto lo miró con irritación.

—Eres como un hijo para mí. Por eso te regaño —mientras Pedro se sonrojaba levemente, Roberto prosiguió—: Me pasé años viéndote cuidar del garaje de tu padre cuando éste no podía, tapando sus faltas, con una lealtad a prueba de todo. Siempre deseé tener un hijo como tú. No entendía cómo tu padre no lo veía. Me costó verte marchar, porque sabía que tardarías mucho en volver.

Pedro encontró al fin su voz:

—Gracias, Roberto. En el fondo siempre supe que estabas aquí y que podía contar contigo.

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