domingo, 2 de julio de 2017

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 11

—En el garaje de la esquina.

 Se detuvo en un semáforo y, de pronto, Pedro se oyó decir sin saber por qué:

—Paula, si alguna vez necesitas ayuda, ya sabes que puedes contar conmigo.

 Repitió las palabras en su cerebro, asombrado, pasándose la mano por el cabello.

—Por qué digo esto, te juro que no lo sé. Pero —y de pronto le sonrió, una sonrisa amplia—… lo digo en serio. Será por los viejos tiempos.

Paula lo miraba a su vez, con la boca entreabierta y los ojos asustados, como si hubiera visto un fantasma. Él preguntó rápidamente:

—¿Qué te pasa?

Paula susurró sin pensarlo dos veces:

—Había olvidado tu sonrisa. Hay algo en ella que me hace sentir… Dios mío… ni siquiera sé de qué estoy hablando.

El corazón de Pedro estaba acelerado y sus palabras nacieron de nuevo de un lugar ajeno a la cordura:

—Puedes decirme todo lo que se te pase por la cabeza, Pau. Lo digo en serio.

Paula se miró las manos, apretadas sobre su regazo.

—No, no puedo —masculló y Pedro comprendió que la humedad que había en sus pestañas no era lluvia, sino lágrimas.

—Pau… —algún conductor impaciente le pitó y Pedro tuvo que arrancar y fijarse en la conducción.

En voz tan tenue que costaba oírla, Paula dijo:

—Olvida esta conversación, Pedro. Olvida que nos hemos visto. Estoy cansada, eso es todo. Y siempre he odiado el viento.

—Es verdad —dijo él lentamente—. Me contaste que una vez te perdiste en una tormenta de viento cuando eras muy pequeña —recordaba exactamente la tarde en que se lo había contado—. Cuando me lo dijiste, había viento y se te voló la bufanda. Yo corrí detrás y la recuperé enredada en las lilas.

—Habían florecido una semana antes y estaban hermosas —dijo ella, mordiéndose el labio—. ¿Siempre hay que recordarlo todo?

Otra persona no hubiera percibido la angustia que ocultaba la pregunta, pero Pedro comprendió el tono.

—Me temo que la memoria es implacable —dijo con simpatía—. Pero juraría que la mayor parte de tus recuerdos son agradables.

—¿En serio? —esta vez el tono de Paula fue sarcástico—. Pues estás equivocado.

No era oportuno que Pedro recordara en aquel instante la noche en que, al volver a su casa por el bosque, tres hombres lo habían asaltado para darle una paliza. El recuerdo le hizo hablar con voz fría.

—Ya hemos llegado. Espero que disfrutes de tu clase.

 Sobresaltada por el cambio en su tono, Paula se apartó de él visiblemente.

—Gracias por traerme —dijo con tono formal.

 Y salió del coche, cerrando la puerta con fuerza mientras Pedro permanecía en silencio, aferrado al volante como si se tratara de una tabla en el océano. Perfecta su estrategia de distanciamiento. Perfecto el exorcismo, palabra estúpida que iba a desterrar. ¿Cómo se le había ocurrido ofrecer su ayuda? Se miró uno de los dedos que los matones le habían roto. Quizás Paula lo había olvidado, pero él no. Jamás olvidaría. Con un humor de perros fue a la tienda de música, gastó mucho más de lo que pretendía y llevó el equipo a la casa de la bahía. El viento había convertido el mar en una masa espumosa y gris. El cielo estaba cuajado de nubes amenazantes, que se amontonaban sobre su casa, donde los árboles agitaban las ramas en forma aterradora. El fontanero no había terminado su trabajo y el electricista había dejado una nota diciendo que había tenido un problema. Preguntándose cómo se le había ocurrido comprar una casa vieja y fría, con paredes de granito, fue de un cuarto a otro, sintiéndose desolado. Al menos cenaba con Roberto esa noche y con su madre al día siguiente. Le alegraba estar ocupado. Menos tiempo para pensar. Porque las noches eran una tortura.

Aquella tarde, Roberto llevó a su socio a su restaurante favorito.

—Come, chico —le animó—. Pareces anémico.

Pedro  alzó su cerveza como saludo y le contó los variados problemas de su obra. Roberto escuchó, dió consejos y comió nachos con varias salsas hasta que llegaron los filetes con patatas horneadas y las ensaladas.

—Estoy muerto de hambre —dijo Pedro—. Acabo de darme cuenta de que se me ha olvidado comer.

—¿Estás pensando en vivir en la casa con una mujer? —preguntó de pronto Roberto, poniendo crema ácida sobre su patata.

El gesto de ir a cortar de Pedro quedó suspenso.

—No.

—Si un coche está mal, lo vendes y te compras otro. No sigues metiéndole dinero —fue el oblicuo comentario de Roberto.

Pedro había pasado el día intentando leer, mirar la televisión y olvidar, todo con poco éxito.

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