miércoles, 11 de abril de 2018

Mi Salvador: Capítulo 13

Pedro ignoraba  qué  lo  había  impulsado  a  ofrecerle  su  casa  a  Paula.  Nunca  había  vivido  con  una  mujer,  y  siempre  había  pensado  que  no  lo  haría  hasta  que  se  casara.  Tampoco había tenido una relación lo bastante seria como para permitir que una mujer entrara en su mundo. Algunas habían dormido en su cama, pero todo había acabado a la mañana siguiente, y la mayoría no había vuelto.Si  era  necesario,  Ricky  preservaba  su  libertad  con  palabras  bruscas  y  rupturas  limpias. Ninguna mujer lo había ayudado a decorar la casa, ni siquiera su madre o sus hermanas.  Desde  el  color  de  las  paredes  hasta  la  colcha  de  la  cama,  todo  lo  había  elegido él. La decoración era caprichosa, porque la había elegido dejándose llevar por sus  impulsos,  dependiendo  de  su  imaginación  o  de  lo  que  encontraba  cuando  tenía  tiempo para salir de compras.La  casa  era  pequeña,  comparada  con  las  del  barrio  donde  vivía  Paula:  dos  dormitorios, un cuarto de estar, una zona de comedor, un baño y una cocina de la que solo  podía  decirse  que  era  cómoda.  Podía  quedarse  en  el  centro  y  alcanzar  el  fogón,  la  nevera  y  la  mesa  sin  dar  un  paso.  Si  lo  pensaba,  le  parecía  que  con  eso  bastaba. La casa tal vez no fuera elegante, pero le gustaba porque el patio trasero estaba lleno de plantas: una parra, un mango, un naranjo, un aguacatero... No había nada mejor que salir al jardín nada más levantarse y recoger la fruta fresca para el desayuno. En cuanto vió aquellos árboles, no le importó nada más.

Además,  el  pequeño  patio  delantero,  rodeado  por  una  valla,  era  perfecto  para  Apolo. El primer día que Pedro lo llevó a la casa, el pastor alemán eligió un lugar a la sombra  y  desde  entonces  lo  guardaba  tan  celosamente  como  Pedro su  intimidad.  De  vez en cuando, Sombra le permitía poner una silla a su lado, bajo un árbol. Allá fuera pasaban juntos muchas horas de sosiego: Apolo soñando sus sueños caninos y Pedro dando tragos a una cerveza y procurando pensar lo menos posible. ¿Cómo  iba  a  encajar  Paula en  su  vida  de  soltero?  Seguramente,  al  cabo  de  unos  pocos días empezaría a poner ramos de flores artificiales por toda la casa y jabones olorosos en el cuarto de baño.De repente emergió en su cabeza una imagen de ropa interior de encaje y bragas colgando  de  la  ducha.  Pero,  en  lugar  de  darle  un  escalofrío,  se  sorprendió  anhelando  aquella intromisión. ¿Llevaría Paula sedosas prendas de lencería o prácticas bragas de algodón? La idea hizo subir varios grados la temperatura de su sangre.

—Basta —murmuró para sí—. Contrólate un poco —miró a su lado furtivamente y vió con alivio que ella estaba mirando por la ventanilla del coche.

Era  evidente  que  estaba  perdiendo  el  control.  No,  lo  cierto  era  que  lo  había  perdido ya antes. Cuando había visto a Paula con aquel desgastado camisón de hospital, indefensa,  magullada  y  vulnerable,  no  había  podido  impedir  que  el  ofrecimiento  surgiera de sus labios. Y, aunque hubiera conseguido acallarlo al principio, el impulso lo habría vencido al fin. Sabía que no habría podido salir de aquella habitación sin insistir en  llevársela.  Cuanto  más  se  resistía  ella,  más  decidido  estaba  él.  Aquella  mujer  lo  conmovía, de eso no había duda. Pero  aquel  arreglo  no  sería  definitivo.  Solo  era  una  solución  de  emergencia,  se  dijo  a  sí  mismo  con  determinación.  No  era  nada  personal,  aunque  ello  no  parecía  impedir que su cuerpo reaccionara cada vez que ella lo rozaba con la mirada. Si se la hubiera  encontrado  en  uno  de  los  bares  de  South  Beach,  seguramente  no  habría  reparado  en  ella.  Era  demasiado...  demasiado  delicada  para  su  gusto.  Entonces,  ¿por  qué  la  deseaba  tanto?  ¿Tal  vez  porque  mentalmente  la  había  puesto  fuera  de  su  alcance en cuanto la había invitado a su casa?Sintió  un  ligero  golpecito  en  el  hombro  y  se  sobresaltó.  Se  dio  la  vuelta  y  se  encontró con los ojos preocupados de Paula.

—¿Estás seguro de esto? —le preguntó ella.

—Ya  te  lo  he  dicho,  ¿No?  —respondió,  contento  de  que  no  pudiera  oír  la  crispación de su voz.

—Pero ya has conseguido sacarme del hospital. Seguro que podría arreglármelas sola, si quieres que me vaya.

—¿A  dónde?  —preguntó  él,  vacilante,  y  se  maldijo  para  sus  adentros  al  ver  el  fugaz destello de dolor en los ojos de Paula. Ese era el problema. Ella no podía percibir los  matices  de  su  voz,  pero  obviamente  podía  leer  su  expresión—.  Lo  siento  —se disculpó—. No debería recordarte que no tienes casa.

—No, soy yo la que debe disculparse. Eres muy amable al hacerme este favor y debo de parecerte increíblemente desagradecida.Él la tomó de la mano y le dio una apretón fuerte.

—Paula, vamos a hacer que esto funcione, ¿De acuerdo? Que te quedes en mi casa no va a ser ningún problema —mintió, porque sabía, al igual que ella, que Paula no tenía ningún sitio adonde ir.

Y,  para  ser  completamente  sincero  consigo  mismo,  aunque  lo  hubiera  tenido,  habría querido que se quedara con él. Lo que lo preocupaba era el porqué. El deber y la obligación   no   bastaban   para   explicarlo.   Y   cualquier   otra   posibilidad   le   parecía   inaceptable.

Paula deseaba  desesperadamente  creer  que  Pedro sentía  lo  que  decía,  porque  sabía que tenía razón: por el momento, no tenía a dónde ir. Pero se prometió a sí misma causarle las menores molestas posibles. Tenía  que  admitir  que  sentía  curiosidad  por  ver  cómo  vivía  un  hombre  como  Pedro Alfonso.  Un  hombre  que,  a  pesar  de  sus  protestas,  probablemente  estaría  rodeado  de  mujeres.  ¿Habrían  dejado  esas  mujeres  su  impronta  en  aquella  casa?  ¿Irían  sus  hermanas  a  vigilar  que  su  hermanito  tuviera  todas  las  comodidades que un hombre necesitaba? Reprimió  una  sonrisa  al  pensar  que,  a  menos  que  hubiera  hecho  una  llamada  urgente  desde  el  hospital,  no  habría  tenido  tiempo  de  buscar  a  alguien  que  fuera  a  limpiar la casa antes de su llegada. Para bien o para mal, vería exactamente cómo vivía. La idea de camisas desperdigadas y toallas húmedas tiradas en el suelo del baño, de  una  atmósfera  masculina  que  no  había  conocido  nunca,  le  produjo  un  inexplicable  estremecimiento de placer. Cuando  Pedro giró  por  una  calle  de  la  parte  vieja  de  Coral  Gables,  estudió atentamente los alrededores en busca de claves sobre su personalidad. Allí, modestas casitas  se  codeaban  con  flamantes  mansiones  recién  construidas.  Sabía  que  la  zona  tenía estrictas normas para todo, desde los materiales de construcción al color de la pintura  y,  de  alguna  forma,  esas  normas  armonizaban  la  mezcla  de  casas  viejas  y  nuevas. Pedro metió el coche en la entrada de una casa de estuco con tejado de madera y un  bonito  patio  delantero  cubierto  por  una  espesa  y  verde  alfombra  de  hierba.  Altas palmeras y densos matorrales flanqueaban el camino desde el garaje hasta la casa. Por la  pared  del  garaje,  iluminada  por  el  sol,  trepaba  una  buganvilla  de  color  fucsia  brillante.  Aparte  de  algunas  ramas  tronchadas  y  un  lecho  de  hojas  caídas,  parecía  como si el huracán apenas la hubiera rozado.

—Esto es precioso —le dijo a Pedro.

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