Pedro ignoraba qué lo había impulsado a ofrecerle su casa a Paula. Nunca había vivido con una mujer, y siempre había pensado que no lo haría hasta que se casara. Tampoco había tenido una relación lo bastante seria como para permitir que una mujer entrara en su mundo. Algunas habían dormido en su cama, pero todo había acabado a la mañana siguiente, y la mayoría no había vuelto.Si era necesario, Ricky preservaba su libertad con palabras bruscas y rupturas limpias. Ninguna mujer lo había ayudado a decorar la casa, ni siquiera su madre o sus hermanas. Desde el color de las paredes hasta la colcha de la cama, todo lo había elegido él. La decoración era caprichosa, porque la había elegido dejándose llevar por sus impulsos, dependiendo de su imaginación o de lo que encontraba cuando tenía tiempo para salir de compras.La casa era pequeña, comparada con las del barrio donde vivía Paula: dos dormitorios, un cuarto de estar, una zona de comedor, un baño y una cocina de la que solo podía decirse que era cómoda. Podía quedarse en el centro y alcanzar el fogón, la nevera y la mesa sin dar un paso. Si lo pensaba, le parecía que con eso bastaba. La casa tal vez no fuera elegante, pero le gustaba porque el patio trasero estaba lleno de plantas: una parra, un mango, un naranjo, un aguacatero... No había nada mejor que salir al jardín nada más levantarse y recoger la fruta fresca para el desayuno. En cuanto vió aquellos árboles, no le importó nada más.
Además, el pequeño patio delantero, rodeado por una valla, era perfecto para Apolo. El primer día que Pedro lo llevó a la casa, el pastor alemán eligió un lugar a la sombra y desde entonces lo guardaba tan celosamente como Pedro su intimidad. De vez en cuando, Sombra le permitía poner una silla a su lado, bajo un árbol. Allá fuera pasaban juntos muchas horas de sosiego: Apolo soñando sus sueños caninos y Pedro dando tragos a una cerveza y procurando pensar lo menos posible. ¿Cómo iba a encajar Paula en su vida de soltero? Seguramente, al cabo de unos pocos días empezaría a poner ramos de flores artificiales por toda la casa y jabones olorosos en el cuarto de baño.De repente emergió en su cabeza una imagen de ropa interior de encaje y bragas colgando de la ducha. Pero, en lugar de darle un escalofrío, se sorprendió anhelando aquella intromisión. ¿Llevaría Paula sedosas prendas de lencería o prácticas bragas de algodón? La idea hizo subir varios grados la temperatura de su sangre.
—Basta —murmuró para sí—. Contrólate un poco —miró a su lado furtivamente y vió con alivio que ella estaba mirando por la ventanilla del coche.
Era evidente que estaba perdiendo el control. No, lo cierto era que lo había perdido ya antes. Cuando había visto a Paula con aquel desgastado camisón de hospital, indefensa, magullada y vulnerable, no había podido impedir que el ofrecimiento surgiera de sus labios. Y, aunque hubiera conseguido acallarlo al principio, el impulso lo habría vencido al fin. Sabía que no habría podido salir de aquella habitación sin insistir en llevársela. Cuanto más se resistía ella, más decidido estaba él. Aquella mujer lo conmovía, de eso no había duda. Pero aquel arreglo no sería definitivo. Solo era una solución de emergencia, se dijo a sí mismo con determinación. No era nada personal, aunque ello no parecía impedir que su cuerpo reaccionara cada vez que ella lo rozaba con la mirada. Si se la hubiera encontrado en uno de los bares de South Beach, seguramente no habría reparado en ella. Era demasiado... demasiado delicada para su gusto. Entonces, ¿por qué la deseaba tanto? ¿Tal vez porque mentalmente la había puesto fuera de su alcance en cuanto la había invitado a su casa?Sintió un ligero golpecito en el hombro y se sobresaltó. Se dio la vuelta y se encontró con los ojos preocupados de Paula.
—¿Estás seguro de esto? —le preguntó ella.
—Ya te lo he dicho, ¿No? —respondió, contento de que no pudiera oír la crispación de su voz.
—Pero ya has conseguido sacarme del hospital. Seguro que podría arreglármelas sola, si quieres que me vaya.
—¿A dónde? —preguntó él, vacilante, y se maldijo para sus adentros al ver el fugaz destello de dolor en los ojos de Paula. Ese era el problema. Ella no podía percibir los matices de su voz, pero obviamente podía leer su expresión—. Lo siento —se disculpó—. No debería recordarte que no tienes casa.
—No, soy yo la que debe disculparse. Eres muy amable al hacerme este favor y debo de parecerte increíblemente desagradecida.Él la tomó de la mano y le dio una apretón fuerte.
—Paula, vamos a hacer que esto funcione, ¿De acuerdo? Que te quedes en mi casa no va a ser ningún problema —mintió, porque sabía, al igual que ella, que Paula no tenía ningún sitio adonde ir.
Y, para ser completamente sincero consigo mismo, aunque lo hubiera tenido, habría querido que se quedara con él. Lo que lo preocupaba era el porqué. El deber y la obligación no bastaban para explicarlo. Y cualquier otra posibilidad le parecía inaceptable.
Paula deseaba desesperadamente creer que Pedro sentía lo que decía, porque sabía que tenía razón: por el momento, no tenía a dónde ir. Pero se prometió a sí misma causarle las menores molestas posibles. Tenía que admitir que sentía curiosidad por ver cómo vivía un hombre como Pedro Alfonso. Un hombre que, a pesar de sus protestas, probablemente estaría rodeado de mujeres. ¿Habrían dejado esas mujeres su impronta en aquella casa? ¿Irían sus hermanas a vigilar que su hermanito tuviera todas las comodidades que un hombre necesitaba? Reprimió una sonrisa al pensar que, a menos que hubiera hecho una llamada urgente desde el hospital, no habría tenido tiempo de buscar a alguien que fuera a limpiar la casa antes de su llegada. Para bien o para mal, vería exactamente cómo vivía. La idea de camisas desperdigadas y toallas húmedas tiradas en el suelo del baño, de una atmósfera masculina que no había conocido nunca, le produjo un inexplicable estremecimiento de placer. Cuando Pedro giró por una calle de la parte vieja de Coral Gables, estudió atentamente los alrededores en busca de claves sobre su personalidad. Allí, modestas casitas se codeaban con flamantes mansiones recién construidas. Sabía que la zona tenía estrictas normas para todo, desde los materiales de construcción al color de la pintura y, de alguna forma, esas normas armonizaban la mezcla de casas viejas y nuevas. Pedro metió el coche en la entrada de una casa de estuco con tejado de madera y un bonito patio delantero cubierto por una espesa y verde alfombra de hierba. Altas palmeras y densos matorrales flanqueaban el camino desde el garaje hasta la casa. Por la pared del garaje, iluminada por el sol, trepaba una buganvilla de color fucsia brillante. Aparte de algunas ramas tronchadas y un lecho de hojas caídas, parecía como si el huracán apenas la hubiera rozado.
—Esto es precioso —le dijo a Pedro.
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