—Oh, sí —dijo él suavemente.
—¿Te ha hecho muchas preguntas?
—Mi hermana hace más preguntas que un periodista de investigación —contestó él, esbozando una sonrisa.
—¿Y se ha quedado satisfecha con tus respuestas?
—Solo por el momento —admitió él—. Pero me ha prometido mantener alejadas a las demás un día o dos a cambio de que me quede con sus hijos un fin de semana.
Paula sonrió.
—¿La has chantajeado?
—Querías paz y tranquilidad, ¿No?
—No tanto como tú, por lo que parece — se burló ella—. Crees que tus hermanas empezarán a especular sobre mi presencia aquí, ¿Verdad?
—Pues sí —dijo él con convicción—. No sabes cuánto.
—Entonces será mejor que no nos pillen besándonos —dijo Paula.
Él volvió a fruncir el ceño.
—No habrá más besos —declaró con una mueca de determinación.
—Qué lástima —dijo ella, sorprendida por su propia audacia.
Él dejó lentamente el tenedor en el plato y se inclinó hacia ella.
—Paula, no me hagas esto.
—¿Hacerte qué? —preguntó cándidamente.
—Provocarme.
—¿Eso es lo que hago?
—Maldita sea, ya lo sabes —dijo él con evidente frustración—. Déjalo.
—¿Por qué?
Él parpadeó y la miró fijamente.
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué voy a dejarlo?
— Sabes perfectamente que no forma parte del acuerdo.
—Cierto —dijo ella—. Pero es una gratificación.
—No tienes que sentirte obligada a... — empezó a decir él.
Antes de que pudiera terminar, Paula sintió que algo parecido a la furia comenzaba a agitarse en su interior. La sensación le resultaba poco familiar porque siempre tardaba mucho en enfadarse. Pero de pronto sintió que la ira bullía dentro de ella con vehemencia.
—¿Obligada? —dijo, alzando la voz lo bastante para acallar a Pedro. Dejó que su voz subiera un decibelio más al repetir la palabra. Él dió un respingo—. Yo no me siento obligada a nada —exclamó—. Te he besado porque quería, no porque me sintiera obligada. ¿Qué tiene que ver esa palabra con el hecho de que me haya mudado aquí? ¿Pensabas que tarde o temprano me sentiría «obligada» a hacer algo más que intercambiar unos cuantos besos? ¿Es eso lo que pretendías?
Pedro se pasó las manos por la cara.
—Mira, yo no pretendía nada —declaró, poniéndose a la defensiva—. Naturalmente, no me debes nada por quedarte aquí. No hay ninguna condición. Ninguna. Eso precisamente intentaba explicarte antes de que te pusieras así. Tal vez no me has entendido bien.
—No te oigo, pero leo tus labios perfectamente. Esto no tiene nada que ver con que yo sea sorda.
Él se puso tenso.
—No, claro que no. Siento que te lo hayas tomado así. Lo que ocurre es que vamos a tener que acostumbrarnos el uno al otro. Apenas nos conocemos. Es normal que haya malentendidos. No tiene nada que ver con que tú seas sorda.
Paula suspiró. Tal vez estuviera exagerando. Tendía a ponerse a la defensiva cuando se hablaba de su sordera.
—Quizá deberíamos establecer ciertas reglas —sugirió.
—Creo que eso intentaba cuando he dicho que no habría más besos —dijo él con evidente frustración.
—Supongo que podríamos empezar por ahí —añadió ella, ocultando el malestar que le producía aceptar tal cosa.
Porque, a pesar de la expresión de alivio de Pedro, Paula sabía positivamente que semejante acuerdo estaba abocado al fracaso.
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