miércoles, 11 de abril de 2018

Mi Salvador: Capítulo 14

Mientras  la  conducía  hacia  la  casa,  Paula iba  haciéndole  preguntas  sobre  los  nombres  de  las  diversas  plantas.  Él  no  solo  los  conocía,  sino  que  respondió  con  paciencia y creciente buen humor a todas sus preguntas.

—Paula, ¿No crees que podríamos dejarlo para otro momento? ¿Quizá para cuando no te duela la pierna? —le preguntó él finalmente.

Por unos minutos, Paula se había olvidado del dolor y de lo extraño de la situación, que volvieron a inundarla repentinamente.

—Perdona —dijo,  desviando  la  mirada—.  Es  que  me  encantan  los  jardines  y  aquí  todo  es  nuevo  para  mí.  Todavía  no  sé  qué  plantas  crecen  bien  es  este  clima.  ¿Lo  has  plantado todo tú mismo?

Tenía que obligarse a mirarlo a la boca para poder entender su respuesta. Mirar sus sensuales labios no era precisamente un suplicio, pero empezaba a comprender que sí era peligroso. Cuanto más se concentraba en su boca, más deseaba sentirla sobre la de ella.De  repente,  se  dio  cuenta  de  que  lo  había  hecho  otra  vez:  se  había  perdido  en  sus pensamientos y no había prestado atención a lo que Pedro le estaba diciendo.

—¿Qué? —preguntó, ruborizándose avergonzada—. ¿Podrías repetirlo?

—¿Hablo demasiado deprisa?

—No. Es que me distraje un momento.

Los ojos de él brillaron con una risa comprensiva.

—¿De veras? ¿Con qué? Ella arrugó el ceño.

—No importa —apartó la mirada.

Él puso un dedo bajo su barbilla y la obligó a mirarlo.

—He  dicho  que  he  plantado  algunas  cosas.  Si  eliges  las  plantas  adecuadas,  el  clima tropical se encarga del resto. Salvo el necesario para segar el césped, no dedico mucho tiempo al jardín.

—Supongo que no dispondrás de mucho tiempo libre en tu profesión.

—No, y a veces paso fuera semanas enteras.

—Cuando hay un terremoto —supuso—O una inundación. Cualquier tipo de desastre natural, en realidad.

—No sé cómo puedes hacerlo. Toda esa devastación y ese sufrimiento... Debe de ser un trabajo muy triste.

—Algunas   veces   —reconoció   él—.   Pero  a  veces   también   encuentras   un   superviviente contra toda evidencia. En eso intentamos concentrarnos: en los milagros inesperados.

Puso  la  mano  en  la  espalda  de  Paula y  la  guió  hacia  la  casa.  Abrió  la  puerta  y  se  puso delante de su invitada cuando un pastor alemán avanzó hacia ellos. A una orden de Pedro,  el  perro  se  sentó  inmediatamente,  moviendo  la  cola  mientras  la  miraba  fijamente. Paula observó precavidamente al enorme animal. Pedro llamó su atención.

—Paula,  este  es  Apolo.  Nos  ayudó  a  encontrarte  después  de  la  tormenta.  Apolo, esta es Paula. ¿Te acuerdas de ella? ¿Puedes darle la patita?

El perro alzó una pata delantera. Paula la agarró y luego se inclinó para acariciarlo en  tre las orejas.

—Gracias, Apolo. Te debo una.

—Ofrécele  una  galleta  de  vez  en  cuando  y  será  tu  amigo  para  siempre —dijo Pedro—. Te enseñaré dónde las guardo. Pero no le des una cada vez que te ponga cara de pena. Con mis sobrinos el truco le funciona, así que lo intenta siempre que puede.

Paula se echó a reír.

—Lo recordaré.

— ¿Lista para un tour por la casa? —le preguntó Pedro—. Solo nos llevará dos minutos. Luego, si quieres echarte un poco y descansar, yo intentaré hacer algo de cena.

—Ya  he  descansado  más  que  suficiente  —  dijo Paula—.  Podría  ayudarte  con  la  cena.

—Esta noche, no —dijo él—. Le prometí al médico que durante los dos próximos días reposarías todo lo posible para curarte ese tobillo.

Ella lo miró a los ojos.

—No deberías hacer promesas imposibles de cumplir.

—Oh, creo que podría encontrar algún modo de retenerte en la cama, si me viera obligado —dijo él.

Sus  ojos  brillaron  de  un  modo  que  hizo  que  Paula tragara  saliva  y  desviara  la  mirada. Seguramente no quería decir... Volvió a mirarlo. Oh, sí. En sus ojos reconoció el deseo, aunque no pudiera oír la leve y sensual insinuación de su voz.

—Respecto  a  ese  tour...  —dijo,  consciente  de  que  probablemente  su  voz  sonaba  sin aliento.

Él sonrió.

—Por aquí.

Desde  el  momento  en  que  entraron  en  el  cuarto  de  estar,  Paula comprendió  que  Pedro,  y  nadie  más  que  Pedro,  era  el  responsable  de  la  decoración.  El  mullido  sofá  parecía cómodo y muy masculino. Junto al sillón de cuero frente al televisor había una mesa pequeña repleta de periódicos. Las paredes estaban pintadas de amarillo brillante y las molduras de madera, de blanco. Un gran cuadro sin marco colgaba de la pared, encima del sofá, con una escena de  marismas  al  atardecer  y  un  hermoso  árbol  de  ponciana  en  primer  plano.  Las  sombras  movedizas  y  anaranjadas  de  la  puesta  de  sol  y  los  capullos  rojos  del  árbol  eran  de  colores  tan  vividos  que  parecían  irreales,  pero Paula,  que  había  contemplado  atardeceres  semejantes  en  los  pantanos  de  Miami,  sabía  que  el  artista  los  había  captado tal y como eran en la realidad. Se quedó de pie frente al cuadro, tan cautivada como lo habría estado por el modelo natural.

—Es magnífico.

—Gracias.

Su expresión vagamente avergonzada llamó la atención de Paula.

—¿Lo has pintado tú? —preguntó, asombrada.

—Sí —admitió él con un desdeñoso encogimiento de hombros.

—Pedro, es sorprendente. ¿Tienes otros cuadros?

—Uno o dos. No son gran cosa.

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