Mientras la conducía hacia la casa, Paula iba haciéndole preguntas sobre los nombres de las diversas plantas. Él no solo los conocía, sino que respondió con paciencia y creciente buen humor a todas sus preguntas.
—Paula, ¿No crees que podríamos dejarlo para otro momento? ¿Quizá para cuando no te duela la pierna? —le preguntó él finalmente.
Por unos minutos, Paula se había olvidado del dolor y de lo extraño de la situación, que volvieron a inundarla repentinamente.
—Perdona —dijo, desviando la mirada—. Es que me encantan los jardines y aquí todo es nuevo para mí. Todavía no sé qué plantas crecen bien es este clima. ¿Lo has plantado todo tú mismo?
Tenía que obligarse a mirarlo a la boca para poder entender su respuesta. Mirar sus sensuales labios no era precisamente un suplicio, pero empezaba a comprender que sí era peligroso. Cuanto más se concentraba en su boca, más deseaba sentirla sobre la de ella.De repente, se dio cuenta de que lo había hecho otra vez: se había perdido en sus pensamientos y no había prestado atención a lo que Pedro le estaba diciendo.
—¿Qué? —preguntó, ruborizándose avergonzada—. ¿Podrías repetirlo?
—¿Hablo demasiado deprisa?
—No. Es que me distraje un momento.
Los ojos de él brillaron con una risa comprensiva.
—¿De veras? ¿Con qué? Ella arrugó el ceño.
—No importa —apartó la mirada.
Él puso un dedo bajo su barbilla y la obligó a mirarlo.
—He dicho que he plantado algunas cosas. Si eliges las plantas adecuadas, el clima tropical se encarga del resto. Salvo el necesario para segar el césped, no dedico mucho tiempo al jardín.
—Supongo que no dispondrás de mucho tiempo libre en tu profesión.
—No, y a veces paso fuera semanas enteras.
—Cuando hay un terremoto —supuso—O una inundación. Cualquier tipo de desastre natural, en realidad.
—No sé cómo puedes hacerlo. Toda esa devastación y ese sufrimiento... Debe de ser un trabajo muy triste.
—Algunas veces —reconoció él—. Pero a veces también encuentras un superviviente contra toda evidencia. En eso intentamos concentrarnos: en los milagros inesperados.
Puso la mano en la espalda de Paula y la guió hacia la casa. Abrió la puerta y se puso delante de su invitada cuando un pastor alemán avanzó hacia ellos. A una orden de Pedro, el perro se sentó inmediatamente, moviendo la cola mientras la miraba fijamente. Paula observó precavidamente al enorme animal. Pedro llamó su atención.
—Paula, este es Apolo. Nos ayudó a encontrarte después de la tormenta. Apolo, esta es Paula. ¿Te acuerdas de ella? ¿Puedes darle la patita?
El perro alzó una pata delantera. Paula la agarró y luego se inclinó para acariciarlo en tre las orejas.
—Gracias, Apolo. Te debo una.
—Ofrécele una galleta de vez en cuando y será tu amigo para siempre —dijo Pedro—. Te enseñaré dónde las guardo. Pero no le des una cada vez que te ponga cara de pena. Con mis sobrinos el truco le funciona, así que lo intenta siempre que puede.
Paula se echó a reír.
—Lo recordaré.
— ¿Lista para un tour por la casa? —le preguntó Pedro—. Solo nos llevará dos minutos. Luego, si quieres echarte un poco y descansar, yo intentaré hacer algo de cena.
—Ya he descansado más que suficiente — dijo Paula—. Podría ayudarte con la cena.
—Esta noche, no —dijo él—. Le prometí al médico que durante los dos próximos días reposarías todo lo posible para curarte ese tobillo.
Ella lo miró a los ojos.
—No deberías hacer promesas imposibles de cumplir.
—Oh, creo que podría encontrar algún modo de retenerte en la cama, si me viera obligado —dijo él.
Sus ojos brillaron de un modo que hizo que Paula tragara saliva y desviara la mirada. Seguramente no quería decir... Volvió a mirarlo. Oh, sí. En sus ojos reconoció el deseo, aunque no pudiera oír la leve y sensual insinuación de su voz.
—Respecto a ese tour... —dijo, consciente de que probablemente su voz sonaba sin aliento.
Él sonrió.
—Por aquí.
Desde el momento en que entraron en el cuarto de estar, Paula comprendió que Pedro, y nadie más que Pedro, era el responsable de la decoración. El mullido sofá parecía cómodo y muy masculino. Junto al sillón de cuero frente al televisor había una mesa pequeña repleta de periódicos. Las paredes estaban pintadas de amarillo brillante y las molduras de madera, de blanco. Un gran cuadro sin marco colgaba de la pared, encima del sofá, con una escena de marismas al atardecer y un hermoso árbol de ponciana en primer plano. Las sombras movedizas y anaranjadas de la puesta de sol y los capullos rojos del árbol eran de colores tan vividos que parecían irreales, pero Paula, que había contemplado atardeceres semejantes en los pantanos de Miami, sabía que el artista los había captado tal y como eran en la realidad. Se quedó de pie frente al cuadro, tan cautivada como lo habría estado por el modelo natural.
—Es magnífico.
—Gracias.
Su expresión vagamente avergonzada llamó la atención de Paula.
—¿Lo has pintado tú? —preguntó, asombrada.
—Sí —admitió él con un desdeñoso encogimiento de hombros.
—Pedro, es sorprendente. ¿Tienes otros cuadros?
—Uno o dos. No son gran cosa.
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