Pero no estaba tan seguro como intentaba aparentar. La miradaque les dirigió su madre mientras se acercaba al coche no parecía tranquilizadora. Pedro había visto esa mirada otras veces, dirigida a los hombres que luego se habían convertido en sus cuñados. Su madre se dirigió directamente a Paula.
—Tú debes de ser Paula—dijo, casi sacándola del coche para abrazarla—. Yo soy la madre de Pedro. Tenía muchas ganas de conocerte, pero mi hijo no dejaba de decirme que tenía que esperar hasta que te recuperaras. Pero cuando estás mal es precisamente cuando más necesitas a la familia, ¿No crees? Los hombres no comprenden estas cosas.
Paula lanzó a Pedro una mirada desesperada.
— Supongo que no —murmuró, sin saber qué decirle a aquella desconocida que la trataba como si formara parte de su familia.
—Vamos, ven a conocer a los otros —le ordenó la mujer, llevándola hacia la entrada.Las dos desaparecieron dentro de la casa, y Pedro suspiró aliviado.
Salió del coche lentamente. De todas formas, ya no podía hacer nada por salvar a Paula. Si conseguía escabullirse hasta el jardín, podría ocultarse hasta que pasara lo peor.
—Perdona, hermanito —dijo Sonia , apareciendo a su lado cuando doblaba la esquina —. Entra. Paula te necesita.
—En realidad, creo que está un poco enfadada conmigo en este momento.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué?
—Es una larga historia y no tengo ganas de contártela. Basta con decir que no han elegido un buen momento para venir.
Sonia se echó a reír.
—Puede que sí. Cuando mamá acabe de exponer todas tus virtudes, Paula ya no podrá resistírsete.
Por supuesto, los motivos del enfado de Paula nada tenían que ver con los que suponía su hermana. Pero Pedro no la sacó de su error.
—¿Han venido todos? —le preguntó.
—Absolutamente todos, incluidos los niños —dijo Sonia—. Pero no te preocupes. Mamá ha traído comida suficiente para un regimiento.
—¿Se van a quedar a cenar?
—Bueno, claro. Mamá no va a perderse la oportunidad de conocer a una nuera en potencia. Lleva demasiado tiempo esperando este momento.
Pedro se preguntó si todavía podría escapar. Pero suspiró y abandonó la idea. Paula nunca lo perdonaría si la dejaba sola. Tal vez no comprendiera a las mujeres, pero eso lo sabía con absoluta certeza. Se volvió hacia su hermana.
—Una hora —declaró con firmeza—. Dentro de una hora te los llevarás a todos. Allie necesita descansar.
Sonia se rió.
—Qué bonito. Toda esa preocupación es muy conmovedora, pero algo me dice que no es Paula quien te preocupa. Quieres que nos marchemos antes de que empecemos a planear tu boda.
—Muérdete la lengua —le dijo él, y entró en la casa.
Encontró a Paula sentada en el sofá, entre su madre y su padre. Sus hermanas habían ocupado el resto de las sillas, y sus maridos permanecían de pie, contemplando incómodamente la escena, tal vez recordando cuando se habían visto en similares circunstancias. Nueve niños, todos menores de diez años, corrían de habitación en habitación, perseguidos alegremente por Apolo. Por una vez, Pedro envidió la sordera de Paula. El bullicio era intolerable.
—¡Apolo, siéntate! —le gritó al perro.
Este se tumbó a sus pies, moviendo la cola. Por desgracia, la orden no surtió efecto con los niños. Pedro los miró con el ceño fruncido y señaló hacia la puerta—. ¡Fuera!
Gabriel, el marido de Sonia, le guiñó un ojo.
—Me los llevaré al patio. Sé que querrás quedarte aquí.
—No especialmente —dijo Pedro, viendo cómo se escabullía su cuñado.
Volvió a mirar a Paula. Parecía un poco aturdida por la lluvia de preguntas que caía sobre ella.
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