Paula observó la gradación de expresiones del semblante de Pedro y se alegró de haber conseguido sorprenderlo. Sabía que jugaba con fuego, pero también confiaba en él más de lo que había confiado nunca en nadie. Pedro había dicho que no se aprovecharía de la situación, y ella lo creía. Eso le dejaba vía libre para probar sus poderes de seducción. Observó la expresión aturdida de él y se felicitó. Por el momento, parecían ser bastante buenos.
—¿Cuál de tus sobrinos juega esta tarde?
Pedro la miró desconcertado.
—¿Qué?—Te preguntaba por el fútbol. ¿Juega alguno de los hijos de Sonia?
Él asintió.
—Tomás. Es bastante bueno.
—¿Cuántos años tiene?
—Seis.
—¿Y hay campeonatos para niños de seis años?
—Por supuesto. Claro que lo que hacen no se parece mucho al fútbol, pero se lo pasan bien y le ponen mucho entusiasmo. Mi cuñado es el entrenador.
—¿Y por qué no lo eres tú?
Él sonrió.
—Lo fui durante una semana, pero siempre se me olvidaba que solo tienen seis años. Mi espíritu competitivo salía a relucir, y los presionaba demasiado. Después del primer partido, mi hermana amenazó con echarme del campo. Así que llegamos a un acuerdo. Yo puedo sentarme en las gradas, pero tengo que mantener la boca cerrada. Sonia se sienta a mi lado para asegurarse de que no se me olvida. Estoy seguro de que su marido y ella hacen apuestas sobre cuánto tiempo me quedaré callado.
Paula se echó a reír.
—¿Y quién apuesta por tí?
—Nadie —admitió él—. La cuestión no es si romperé mi promesa, sino cuánto tiempo tardaré en romperla —la observó detenidamente—. ¿Cómo te encuentras? ¿Crees que podrás venir al partido? Hoy tienes mejor color.
—Me encuentro mejor —dijo ella—. Pero no sé si podré aguantar un partido entero, y no quiero que tengas que irte antes de que acabe.
—¿Es que no me has oído? Probablemente les harás un favor a todos si me sacas de allí. Te ganarás la eterna gratitud de Sonia, por no decir la del pequeño Tomás.
—Entonces me encantaría ir —dijo ella, deseando volver a ver a Sonia y conocer a su familia—. ¿Los otros niños también estarán allí?
—Claro, aunque normalmente andan por ahí, corriendo y haciendo de las suyas.
Media hora después, Pedro detuvo el coche en el estacionamiento de un campo de fútbol. Al parecer, el partido había dado comienzo, porque la atención de los adultos de las gradas estaba concentrada en el terreno de juego. Mientras Paula y Pedro se acercaban, tres niños morenos, cuya edad variaba entre los tres y los siete u ocho años, salieron corriendo hacia ellos.
—¿Sabes qué? —gritó el mayor, con la cara colorada por la excitación—. Tomás ha metido un gol, él solo.
—Porque el portero salió del campo para hacer pis —dijo su hermano menor.
Pedro se echó a reír.
—Vaya, entonces debió de resultarle fácil — dijo y luego se volvió hacia Paula—. A los seis años, no hay manera de meterles en la cabeza que tienen que esperar a que los sustituyan.
—Ya me lo imagino —dijo ella—. ¿Te alegras de no ser el entrenador?
—Me alegro de no ser el entrenador del equipo contrario.
El niño más pequeño tiró de su mano.
—Tío Pepe, tío Pepe...
—¿Qué pasa? —preguntó, tomando al pequeño en brazos.
El niño señaló a Paula.
—¿Quién es esta? ¿Es de la que habla todo el mundo?
Paula se quedó algo desconcertada al descubrir que se había convertido en tema de conversación de toda la familia, pero Pedro no pareció sorprendido.
—Sí —le dijo a su sobrino—, es mi amiga, Paula Chaves. Paula, este diablillo es Mateo. Y su hermano mayor es Joaquín. Joaquín es un músico en ciernes.
Joaquín le tendió educadamente la mano.
—Hola.
Paula lo miró con inmediato interés.
—¿Qué instrumento tocas?
—El violín —dijo el niño tímidamente.
—Yo antes también tocaba el violín —dijo ella, consciente de que Pedro la estaba observando con sorpresa—. Antes de perder el oído, quería ser directora de orquesta. A veces, hasta tocaba con una orquesta sinfónica.
Joaquín abrió mucho los ojos.
—Guau, eso es fantástico. ¿Por qué no nos lo habías dicho, tío Pepe?
—Porque hasta ahora no lo sabía.
Paula sintió un golpecito en el brazo y miró hacia abajo.
—Yo también soy mayor —protestó el niño al que todavía no le habían presentado—. Soy Ramiro, pero mis amigos me llaman Rami. Tengo, cinco años.
Paula sonrió.
—Me alegro de conocerte, Rami.
—¿Es verdad que estabas enterrada viva? —preguntó Joaquín, evidentemente fascinado por aquella idea aterradora.
Paula sintió un escalofrío. Pedro se puso tenso.
—Perdona —le dijo a Paula, y miró a su sobrino—. Joaquín, esas preguntas no se hacen.
—Pero mamá dice...
—Me da igual lo que diga tu madre. No es de buena educación preguntar por algo tan desagradable. ¿A tí te apetecería hablar de ello si te hubieras quedado atrapado en un edificio en ruinas?
Naturalmente, un niño de siete años no podía comprender el horror de aquella circunstancia.
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