miércoles, 18 de abril de 2018

Mi Salvador: Capítulo 25

Paula  observó la gradación de expresiones del semblante de Pedro y se alegró de haber conseguido sorprenderlo. Sabía que jugaba con fuego, pero también confiaba en él más de lo que había confiado nunca en nadie. Pedro había  dicho  que  no  se  aprovecharía  de  la  situación,  y  ella  lo  creía.  Eso  le  dejaba vía libre para probar sus poderes de seducción. Observó la expresión aturdida de él y se felicitó. Por el momento, parecían ser bastante buenos.

—¿Cuál de tus sobrinos juega esta tarde?

 Pedro la miró desconcertado.

—¿Qué?—Te preguntaba por el fútbol. ¿Juega alguno de los hijos de Sonia?

 Él asintió.

—Tomás. Es bastante bueno.

—¿Cuántos años tiene?

—Seis.

—¿Y hay campeonatos para niños de seis años?

—Por supuesto. Claro que lo que hacen no se parece mucho al fútbol, pero se lo pasan bien y le ponen mucho entusiasmo. Mi cuñado es el entrenador.

—¿Y por qué no lo eres tú?

 Él sonrió.

—Lo  fui  durante  una  semana,  pero  siempre  se  me  olvidaba  que  solo  tienen  seis  años. Mi espíritu competitivo salía a relucir, y los presionaba demasiado. Después del primer  partido,  mi  hermana  amenazó  con  echarme del  campo.  Así  que  llegamos  a  un  acuerdo. Yo puedo sentarme en las gradas, pero tengo que mantener la boca cerrada. Sonia  se sienta a mi lado para asegurarse de que no se me olvida. Estoy seguro de que su marido y ella hacen apuestas sobre cuánto tiempo me quedaré callado.

Paula se echó a reír.

—¿Y quién apuesta por tí?

—Nadie —admitió  él—.  La  cuestión  no  es  si  romperé  mi  promesa,  sino  cuánto  tiempo  tardaré  en  romperla  —la  observó  detenidamente—.  ¿Cómo  te  encuentras?  ¿Crees que podrás venir al partido? Hoy tienes mejor color.

—Me  encuentro  mejor  —dijo  ella—.  Pero  no  sé  si  podré  aguantar  un  partido  entero, y no quiero que tengas que irte antes de que acabe.

—¿Es que no me has oído? Probablemente les harás un favor a todos si me sacas de allí. Te ganarás la eterna gratitud de Sonia, por no decir la del pequeño Tomás.

—Entonces me encantaría ir —dijo ella, deseando volver a ver a Sonia y conocer a su familia—. ¿Los otros niños también estarán allí?

—Claro, aunque normalmente andan por ahí, corriendo y haciendo de las suyas.

Media  hora  después,  Pedro detuvo  el  coche  en  el  estacionamiento de  un  campo  de  fútbol.  Al  parecer,  el  partido  había  dado  comienzo,  porque  la  atención  de  los  adultos  de las gradas estaba concentrada en el terreno de juego. Mientras  Paula y  Pedro se  acercaban,  tres  niños  morenos,  cuya  edad  variaba  entre los tres y los siete u ocho años, salieron corriendo hacia ellos.

—¿Sabes  qué?  —gritó  el  mayor,  con  la  cara  colorada  por  la  excitación—.  Tomás  ha metido un gol, él solo.

—Porque  el  portero  salió  del  campo  para  hacer  pis  —dijo  su  hermano  menor.

Pedro se echó a reír.

—Vaya, entonces debió de resultarle fácil — dijo y luego se volvió hacia Paula—. A los seis años, no hay manera de meterles en la cabeza que tienen que esperar a que los sustituyan.

—Ya me lo imagino —dijo ella—. ¿Te alegras de no ser el entrenador?

 —Me alegro de no ser el entrenador del equipo contrario.

El niño más pequeño tiró de su mano.

—Tío Pepe, tío Pepe...

—¿Qué pasa? —preguntó, tomando al pequeño en brazos.

El niño señaló a Paula.

—¿Quién es esta? ¿Es de la que habla todo el mundo?

Paula se quedó algo desconcertada al descubrir que se había convertido en tema de conversación de toda la familia, pero Pedro no pareció sorprendido.

—Sí —le dijo a su sobrino—, es mi amiga, Paula Chaves. Paula, este diablillo es Mateo. Y su hermano mayor es Joaquín. Joaquín es un músico en ciernes.

Joaquín le tendió educadamente la mano.

—Hola.

Paula lo miró con inmediato interés.

—¿Qué instrumento tocas?

—El violín —dijo el niño tímidamente.

—Yo antes también tocaba el violín —dijo ella, consciente de que Pedro la estaba observando con sorpresa—. Antes de perder el oído, quería ser directora de orquesta. A veces, hasta tocaba con una orquesta sinfónica.

Joaquín abrió mucho los ojos.

—Guau, eso es fantástico. ¿Por qué no nos lo habías dicho, tío Pepe?

—Porque hasta ahora no lo sabía.

Paula sintió un golpecito en el brazo y miró hacia abajo.

—Yo también soy mayor —protestó el niño al que todavía no le habían presentado—. Soy Ramiro, pero mis amigos me llaman Rami. Tengo, cinco años.

Paula sonrió.

—Me alegro de conocerte, Rami.

—¿Es  verdad  que  estabas  enterrada  viva?  —preguntó  Joaquín,  evidentemente  fascinado por aquella idea aterradora.

Paula sintió un escalofrío. Pedro se puso tenso.

—Perdona —le  dijo  a  Paula,  y  miró  a  su  sobrino—.  Joaquín,  esas  preguntas  no  se  hacen.

—Pero mamá dice...

—Me da igual lo que diga tu madre. No es de buena educación preguntar por algo tan desagradable. ¿A tí te apetecería hablar de ello si te hubieras quedado atrapado en un edificio en ruinas?

Naturalmente,  un  niño  de  siete  años  no  podía  comprender  el  horror  de  aquella circunstancia.

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