Paula salía y entraba de un estado de inconsciencia. O tal vez solo dormía. Únicamente sabía que, de vez en cuando, sus ojos parecían cerrarse y el dolor se desvanecía. Cuando se despertaba, el latido del dolor era más intenso que nunca.
—¡Socorro! —gritó de nuevo. Seguramente ya habría equipos de rescate en la zona. Si la oían, podrían encontrarla. Gimiendo por el dolor, tomó fuerzas y gritó de nuevo—. ¡Socorro!
Pero sus gritos sólo hallaron el mismo silencio. Se sentía como si clamara en medio de un inmenso vacío. Sus gritos seguían sin respuesta y comenzaba a perder la esperanza. ¿Y si nunca la encontraban? ¿Cuánto tiempo podría mantenerse viva con aquel calor implacable y sin agua? La desesperación empezó a apoderarse de su espíritu.Luego, de pronto, justo cuando iba a abandonar, creyó ver un ligero movimiento por encima de ella. ¿Era posible? Pero en aquella oscuridad impenetrable, no podía estar segura. ¿Había visto un destello de luz?
—¡Aquí! —gritó por si acaso no había sido producto de su imaginación —. ¡Estoy aquí abajo!
Un cascote de lo que antes había sido su tejado fue apartado, permitiéndole ver un primer retazo de cielo. Irónicamente, teniendo en cuenta la tormenta que se había desatado hacía tan poco tiempo, el cielo estaba de un azul brillante y tan bello que nadie habría podido imaginar que había provocado semejante destrucción apenas unas horas antes. Aliviada por conservar todavía la vista, Paula deseó mirar y mirar aquella luz, pero tuvo que cerrar los ojos por el resplandor del sol, aunque sintió su deliciosa tibieza en las mejillas y prometió que nunca más se quejaría del clima sofocante de Miami. En ese momento, le pareció maravilloso. Cuando por fin se atrevió a abrir los ojos otra vez, había una cara observándola, la cara más atractiva que había visto nunca. Por supuesto, en ese momento habría caído rendida a los pies de un hombre con una barba hasta las rodillas y el pelo con la consistencia de la estopa, con tal de que hubiera ido a salvarla. Pero aquel hombre nada tenía que ver con esa imagen. A pesar de que llevaba el casco puesto, podía ver que tenía el pelo negro y un poco largo. Tenía los ojos muy oscuros y una complexión que sugería ascendencia hispana, y unos hoyuelos que podían hacer suspirar a una mujer. A Paula casi le dió un vahído y murmuró:
—Madre mía...
Él estaba demasiado lejos para que pudiera leer sus labios, pero Paula pudo ver que su boca se curvaba lentamente en una sonrisa reconfortante y devastadora. Se aferró a la visión de aquella sonrisa. Era un recordatorio de que la vida merecía la pena. Ningún hombre le había sonreído así desde hacía mucho tiempo. Tal vez, nunca.O tal vez ella no lo había notado, admitió cándidamente. Desde el momento en que había perdido el oído, su vida se había concentrado en un único objetivo: aprender a adaptarse, aprender a salir adelante, a abrir esa nueva puerta... y había olvidado la vida social que antaño la había absorbido. Además, había descubierto que había pocos hombres interesados en una mujer que no estuviera pendiente de cada una de sus palabras.En los últimos quince años había habido hombres entre sus compañeros de trabajo. Incluso algunos se contaban entre sus amigos, pero ni uno solo había hecho bullir su sangre como aquel que le sonreía. Paula pensó que debía de ser una reacción normal ante las circunstancias. Después de todo, aquel no parecía un momento adecuado para que sus hormonas despertaran después de más de una década de letargo. El tiempo pasaba y ella seguía mirando aquella cara increíble. Por el modo en que los escombros eran apartados lentamente sobre ella, comprendió que había alguien más intentado liberarla, pero que aquel hombre se había quedado allí para que pudiera verlo y que, centímetro a centímetro, iba acercándose a ella.
—Hola, Paula—dijo.
Ya estaba lo bastante cerca para poder leer sus labios. Y Paula comprendió, por el modo en que le había hablado y por la forma insistente en que la miraba, que sabía que era sorda.
—Hola —dijo, dando un gemido, aunque se sentía inundada por el alivio.
—¿Puedes leer en mis labios? —mirándolo fijamente, ella asintió—. Bien —él estiró un brazo—. ¿Puedes darme la mano?
Paula trató de mover un brazo, pero sintió como si también lo tuviera atrapado por un gran peso, al igual que la pierna. Casi se echó a llorar de frustración.
—Está bien —dijo él—. Aguanta ahí un poco más. Estás siendo muy valiente y, si nos das un poco más de tiempo, podré alcanzarte y toda esta pesadilla habrá pasado —ella asintió—. ¿Te duele algo?
—Todo —dijo Paula.
Él sonrió.
—Sí, una pregunta estúpida, ¿Eh?
Desvió la cabeza. Paula pudo ver un cambio en su expresión y supuso que estaba hablando con alguien a quien no podía ver. Los cascotes seguían desapareciendo y sobre ella llovían pedazos de yeso. Gimió, llamando la atención del hombre.
—¿Estás bien? —preguntó él, preocupado. Ella asintió, con la mirada clavada en sus ojos oscuros—. Bien. Vamos a hacer una cosa, Paula. Supongo que querrás saber lo que estamos haciendo aquí arriba, ¿Verdad?
— Sí —ella quería saberlo todo, aunque no le gustara.
Había aprendido hacía mucho tiempo que podía hacerse cargo de casi cualquier situación, siempre que supiera a qué se enfrentaba.
—Bien. Yo voy a irme solo un minuto. No nos gusta este acercamiento, así que vamos a intentarlo por otro lado. Llevará un poco más de tiempo, pero es menos arriesgado. ¿Te parece bien?
Ella quiso protestar, pero al fin y al cabo él sabía lo que hacía. Debía confiar en él. Mirándolo a los ojos, comprendió que podía hacerlo. Y aunque no quería que se fuera, aunque no quería perderlo de vista, asintió otra vez.
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