Al principio confiaron en que el efecto sería reversible, pero cuando pasó el tiempo y nada cambió, los médicos reconocieron que quizá su mundo permanecería ya para siempre en silencio. Habían pasado días antes de que Paula asumiera, aquella devastadora noticia, semanas antes de que la aceptara y, lentamente, aprendiera a compensar hasta cierto punto aquella pérdida con sus otros sentidos. Pero allí, entre los escombros, sin poder ver lo que sucedía, era como si de pronto también hubiera perdido la vista. Y no sabía si podría soportar que la negra oscuridad que la rodeaba fuera permanente.Desesperada, pidió ayuda a gritos otra vez, o creyó que lo hacía. En aquel inmenso vacío de silencio en que vivía, ignoraba si alguien la había oído y le respondía. Ni siquiera sabía si estarían rastreando la zona en busca de heridos, o si habría pasado lo peor de la tormenta, o si esta soplaba todavía aunque no alcanzara a oírla.Ignoraba si lo que humedecía sus mejillas era lluvia, sangre o lágrimas. Por si acaso era esto último, se reprendió a sí misma.
—Cálmate —se dijo—. Poniéndote histérica no vas a arreglar nada.
Pero también sabía que, en ese momento, podía hacerle bien liberar el llanto y la rabia.Sin embargo, eso no era propio de ella. Antes de perder el oído, nunca había valorado o puesto a prueba su propia fortaleza. A los diecinueve años, le preocupaba más ser bonita y popular y sacar adelante sus estudios de música. Luego, en un instante, todo eso había dejado de importarle. Había tenido que afrontar que tendría que vivir en completo silencio y se había sentido aterrorizada. ¿Qué haría si no podía compartir con los demás su amor por la música? ¿Qué sería de ella si no podía tocar en los conciertos de la orquesta municipal como había hecho desde que su profesora de violín le consiguiera una audición cuando solo tenía catorce años? Durante algún tiempo, había dejado la universidad y se había replegado sobre sí misma. Ella, que antes era sociable, había buscado la soledad, diciéndose que era preferible estar sola que permanecer en una habitación llena de gente de la que se sentía totalmente escindida. Sus padres revoloteaban a su alrededor, aturdidos, culpándose por algo que escapaba a su responsabilidad.Luego, un día, había lanzando una larga e impasible mirada a su futuro y se había dado cuenta de que no quería vivir de aquella manera, de que en realidad no estaba viviendo en absoluto. Su fe le había enseñado que Dios nunca cerraba una puerta sin abrir otra. Y se había puesto a buscar esa puerta.No solo había aprendido el lenguaje de los signos, sino que también había aprendido a enseñárselo a otros.Había perdido algo precioso cuando aquella fatídica infección le había arrebatado el oído, pero también había ganado otras cosas. Y en esos momentos de su vida tenía una carrera que la llenaba y la satisfacía, que le daba la oportunidad de allanar para otros el camino que ella había tenido que recorrer antes. Los niños con sordera adquirida con los que trabajaba eran un desafío y una inspiración para ella.Su fortaleza, que la había llevado a contemplar la tragedia como una oportunidad, la sacaría también de aquello. Solo tenía que sobreponerse al dolor, a la casi paralizante manta de la oscuridad, y concentrarse en sobrevivir.
—Piensa, Paula—se dijo con más calma.
Por desgracia, pensar no parecía servir de mucho. Decidida a abrirse camino hacia la salvación, trató de apartar uno de los cascotes más pequeños que había sobre ella, pero comprendió que el movimiento podía hacer que todo se tambaleara de forma impredecible y potencialmente mortal.Esa vez, cuando notó las lágrimas, no hubo confusión posible: las sintió llegar al mismo tiempo que el dolor y el miedo.
—No voy a morir así —dijo, y se lo repitió, pensando que probablemente era mejor no poder oír el temblor de su propia voz—. Espera, Paula. Alguien vendrá. Ten paciencia.
Pero la paciencia no era una virtud para la que estuviera especialmente dotada. Cuando por fin había aceptado su sordera, se había lanzado ansiosamente a aprender el lenguaje de los signos y la lectura de los labios. Afrontaba las demás cosas de la vida de la misma forma, consciente de lo rápido que podía cambiar todo, de cómo un súbito vuelco del destino podía alterar completamente la percepción del futuro de una persona.En esos instantes, al igual que cuando los médicos se habían mostrado incapaces de combatir la infección que le había costado el oído, parecía que su destino estaba en manos de otros. Solo podía rezar para que, fueran quienes fueran esos otros, se dieran prisa.
— Vamos, Diego—dijo SergioHarris, desafiante—. Enséñanos las cartas. Con lo que voy a ganar, voy a comprarme un coche nuevo.
—Ni lo sueñes —replicó Pedro, desplegando un «full» sobre el banco que había en tre los dos.
Los otros bomberos se habían reunido para observar la mano a «todo o nada» que jugaban aquellos dos hombres que, en su tiempo libre, eran rivales en todo, desde las mujeres hasta el póquer, pero entregados compañeros cuando se trataba de operaciones de rescate. La sonrisa de Pedro se ensanchó mientras la cara de Sergio se alargaba.
—Vamos, chico. Enséñamelas —dijo—. Pon esas cartas donde todos podamos verlas.
Sergio puso tres ases sobre el banco y luego suspiró pesadamente. Justo cuando Pedro iba a recoger el dinero, Sergio chasqueó los labios con desaprobación.
—No tan deprisa, amigo. Este diablillo de aquí debe de habérseme olvidado —puso otro as sobre el banco y recogió las monedas—. Vengan con papá.
Los otros bomberos del equipo de búsqueda y rescate se echaron a reír ante la expresión abatida de Pedro.
—La próxima vez, amigo —dijo este con buen humor.
Con Sergio, siempre habría una próxima vez. Porque lo único que le gustaba más que jugar a las cartas era perseguir mujeres. Se consideraba un experto en ambas materias, aunque a regañadientes tenía que admitir que era Pedro quien realmente poseía el don de encandilar a cualquier mujer entre los ocho y los ochenta años.
—Puede que tengas suerte en el juego, pero yo tengo más suerte en el amor —alardeó Pedro.
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