viernes, 6 de abril de 2018

Mi Salvador: Capítulo 2

Al  principio  confiaron  en  que  el  efecto  sería  reversible,  pero  cuando  pasó  el  tiempo  y  nada  cambió,  los  médicos  reconocieron  que  quizá  su  mundo  permanecería  ya  para  siempre  en  silencio.  Habían  pasado  días  antes  de  que  Paula asumiera,  aquella  devastadora  noticia,  semanas  antes  de  que  la  aceptara  y,  lentamente,  aprendiera  a  compensar  hasta  cierto  punto  aquella  pérdida  con  sus  otros  sentidos.  Pero  allí,  entre  los  escombros,  sin  poder  ver  lo  que  sucedía,  era  como  si  de  pronto  también  hubiera  perdido  la  vista.  Y  no  sabía  si  podría  soportar  que  la  negra  oscuridad  que  la  rodeaba  fuera permanente.Desesperada,  pidió  ayuda  a  gritos  otra  vez,  o  creyó  que  lo  hacía.  En  aquel  inmenso vacío de silencio en que vivía, ignoraba si alguien la había oído y le respondía. Ni siquiera sabía si estarían rastreando la zona en busca de heridos, o si habría pasado lo peor de la tormenta, o si esta soplaba todavía aunque no alcanzara a oírla.Ignoraba  si  lo  que  humedecía  sus  mejillas  era  lluvia,  sangre  o  lágrimas.  Por  si  acaso era esto último, se reprendió a sí misma.

—Cálmate —se dijo—. Poniéndote histérica no vas a arreglar nada.

Pero también sabía que, en ese momento, podía hacerle bien liberar el llanto y la rabia.Sin  embargo,  eso  no  era  propio  de  ella.  Antes  de  perder  el  oído,  nunca  había  valorado  o  puesto  a  prueba  su  propia  fortaleza.  A  los  diecinueve  años,  le  preocupaba  más  ser  bonita  y  popular  y  sacar  adelante  sus  estudios  de  música.  Luego,  en  un  instante, todo eso había dejado de importarle. Había tenido que afrontar que tendría que vivir en completo silencio y se había sentido aterrorizada. ¿Qué haría si no podía compartir con los demás su amor por la música? ¿Qué sería de ella si no podía tocar en los  conciertos  de  la  orquesta  municipal  como  había  hecho  desde  que  su  profesora  de  violín le consiguiera una audición cuando solo tenía catorce años? Durante  algún  tiempo, había  dejado  la  universidad  y  se  había  replegado  sobre sí misma. Ella, que antes era sociable, había buscado la soledad, diciéndose que era preferible estar sola que permanecer en una habitación llena de gente de la que se sentía  totalmente  escindida.  Sus  padres  revoloteaban  a  su  alrededor,  aturdidos,  culpándose por algo que escapaba a su responsabilidad.Luego, un día, había lanzando una larga e impasible mirada a su futuro y se había  dado  cuenta  de  que  no  quería  vivir  de  aquella  manera,  de  que  en  realidad  no  estaba  viviendo  en  absoluto.  Su  fe  le  había  enseñado  que  Dios  nunca  cerraba  una  puerta sin abrir otra. Y se había puesto a buscar esa puerta.No  solo  había  aprendido  el  lenguaje  de  los  signos,  sino  que  también  había  aprendido a enseñárselo a otros.Había   perdido   algo   precioso   cuando   aquella   fatídica   infección   le   había   arrebatado el oído, pero también había ganado otras cosas. Y en esos momentos de su vida  tenía  una  carrera  que  la  llenaba  y  la  satisfacía,  que  le  daba  la  oportunidad  de  allanar  para  otros  el  camino  que  ella  había  tenido  que  recorrer  antes.  Los  niños  con  sordera adquirida con los que trabajaba eran un desafío y una inspiración para ella.Su   fortaleza,   que   la   había   llevado   a   contemplar   la   tragedia   como   una   oportunidad, la sacaría también de aquello. Solo tenía que sobreponerse al dolor, a la casi paralizante manta de la oscuridad, y concentrarse en sobrevivir.

—Piensa, Paula—se dijo con más calma.

Por  desgracia,  pensar  no  parecía  servir  de  mucho.  Decidida  a  abrirse  camino  hacia la salvación, trató de apartar uno de los cascotes más pequeños que había sobre ella, pero comprendió que el movimiento podía hacer que todo se tambaleara de forma impredecible y potencialmente mortal.Esa vez, cuando notó las lágrimas, no hubo confusión posible: las sintió llegar al mismo tiempo que el dolor y el miedo.

—No  voy  a  morir  así  —dijo,  y  se  lo  repitió,  pensando  que  probablemente  era  mejor  no  poder  oír  el  temblor  de  su  propia  voz—.  Espera,  Paula.  Alguien  vendrá.  Ten  paciencia.

Pero  la  paciencia  no  era  una  virtud  para  la  que  estuviera  especialmente  dotada.  Cuando por fin había aceptado su sordera, se había lanzado ansiosamente a aprender el  lenguaje  de  los  signos  y  la  lectura  de  los  labios.  Afrontaba  las  demás  cosas  de  la  vida  de  la  misma  forma,  consciente  de  lo  rápido  que  podía  cambiar  todo,  de  cómo  un  súbito vuelco del destino podía alterar completamente la percepción del futuro de una persona.En esos instantes, al igual que cuando los médicos se habían mostrado incapaces de combatir la infección que le había costado el oído, parecía que su destino estaba en manos  de  otros.  Solo  podía  rezar  para  que,  fueran  quienes  fueran  esos  otros,  se  dieran prisa.



— Vamos, Diego—dijo SergioHarris, desafiante—. Enséñanos las cartas. Con lo que voy a ganar, voy a comprarme un coche nuevo.

—Ni  lo  sueñes  —replicó  Pedro,  desplegando  un  «full»  sobre  el  banco  que  había en  tre los dos.

Los otros bomberos se habían reunido para observar la mano a «todo o nada» que jugaban aquellos dos hombres que, en su tiempo libre, eran rivales en todo, desde las mujeres hasta el póquer, pero entregados compañeros cuando se trataba de operaciones de rescate. La sonrisa de Pedro se ensanchó mientras la cara de Sergio se alargaba.

—Vamos,  chico.  Enséñamelas  —dijo—.  Pon  esas  cartas  donde  todos  podamos  verlas.

Sergio puso  tres  ases  sobre  el  banco  y  luego  suspiró  pesadamente.  Justo  cuando  Pedro iba a recoger el dinero, Sergio chasqueó los labios con desaprobación.

—No  tan  deprisa,  amigo.  Este  diablillo  de  aquí  debe  de  habérseme  olvidado  —puso otro as sobre el banco y recogió las monedas—. Vengan con papá.

Los otros bomberos del equipo de búsqueda y rescate se echaron a reír ante la expresión abatida de Pedro.

—La próxima vez, amigo —dijo este con buen humor.

Con Sergio, siempre habría una próxima vez. Porque lo único que le gustaba más que jugar  a  las  cartas  era  perseguir  mujeres.  Se  consideraba  un  experto  en  ambas  materias,  aunque  a  regañadientes  tenía  que  admitir  que  era  Pedro quien  realmente  poseía el don de encandilar a cualquier mujer entre los ocho y los ochenta años.

—Puede  que  tengas  suerte  en  el  juego,  pero  yo  tengo  más  suerte  en  el  amor —alardeó Pedro.

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