viernes, 27 de abril de 2018

Mi Salvador: Capítulo 36

Tenía las manos tan apretadas sobre el regazo que los nudillos se le pusieron blancos, y había arrugas de crispación alrededor de su boca.  Pedro giró  por  Dixie  Highway  y  luego  atravesó  el  estacionamiento de  lo  que  antes  había sido un pequeño centro comercial. La techumbre había desaparecido y las pocas ventanas que quedaban estaban tapadas con tablas decoradas con grafitis. Pedro puso una mano sobre la de Paula.

—¿Estás bien? No hace falta que continuemos.

— Sí, sí hace falta —dijo ella, crispada—. Ahora mismo. Vamos allá.

Cuanto más se internaban en la zona, mayor era la devastación que contemplaban. Al principio, solo había árboles y cristales rotos en el suelo, pero luego todas las casas, una tras otra, comenzaron a mostrar signos del destrozo causado por lo que se creía había sido un tornado provocado por el huracán.

—Oh, Dios —musitó Paula, con los ojos espantados—. Lo había olvidado. Donde tú vives es como si el temporal nunca hubiera tenido lugar, así que me decía a mí misma que no podía haber sido tan terrible como lo recordaba —lo miró a los ojos, abatida—. Pero  sí  lo  fue.  En  realidad,  esto  es  peor  de  lo  que  imaginaba.  No  ha  quedado  nada  en  pie.

—Vamos a dar la vuelta —dijo Pedro con decisión. No podía soportar el dolor de la mirada de Paula.

—No, por favor. Acabemos de una vez.

Él vaciló, pero la expresión de la joven no se alteró.

—De acuerdo —dijo Pedro, y dobló la esquina de la calle de Paula.El único modo de saber cuál era su casa era contar los montones de escombros a partir de la esquina. Cuando se detuvieron, Paula dejó escapar un gemido desconsolado al que rápidamente siguió un sollozo.

—Oh,  nena  —murmuró  él,  abrazándola  y  dejándola  llorar.  No  se  le  ocurría  qué  más podía hacer para reconfortarla.La mantuvo abrazada hasta que oyó un golpecito en la ventanilla del coche. Miró hacia fuera y vió que Juana los observaba con preocupación. Su cara colorada lo alarmó. Le hizo señas de que se montara en el asiento trasero para evitar el calor. Paula se incorporó, sorprendida, al ver que Juana entraba en el coche. Esta vió su cara desconsolada e intentó inclinarse sobre el asiento para darle un abrazo.

—Lo  peor  es  verlo  la  primera  vez  —le  dijo—.  Y  luego  empiezas  a  pensar  en  lo  agradable que será tener una casa nuevecita en lugar de la vieja.

El semblante dolorido de Paula no se iluminó ante esa perspectiva.

—¿Por qué no se quedan las dos aquí, en el coche, con el aire acondicionado? —sugirió Pedro—. Yo daré una vuelta y veré si queda algo que merezca la pena rescatar.

—Yo también voy —dijo Paula rápidamente.

Juana intercambió una mirada con Pedro y luego apretó la mano de Paula.

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