viernes, 6 de abril de 2018
Mi Salvador: Capítulo 1
«Aydenme. Por favor, ayúdenme». Paula oía el eco de las palabras en su cabeza, pero no estaba segura de haberlas pronunciado en voz alta.A su alrededor todo permanecía extrañamente silencioso. Pero así había sido desde mucho antes de que el huracán Gwen, con sus vientos de ciento cincuenta kilómetros por hora, sacudiera Miami justo después de media noche. En realidad, su mundo estaba en silencio desde hacía casi quince años: demasiado tiempo para estar sin oír las voces de sus padres; demasiado tiempo para que alguien que había estudiado música se perdiera la letra de una canción de amor... y más tiempo aún para acostumbrarse a una vida de perpetua quietud. Mientras miraba el avance informativo sobre la tormenta que se acercaba, leyendo los labios del veterano meteorólogo, había sentido, más que escuchado, su pánico creciente por la magnitud y la fuerza del temporal que se dirigía directamente hacia Miami. Después se había ido la luz, dejándola completamente a oscuras y preguntándose qué estaría ocurriendo fuera. Había intentado decirse a sí misma que no podía controlar la situación, que debía irse a la cama e intentar dormir, pero por alguna razón se había quedado donde estaba, en el sofá del cuarto de estar, esperando que llegara la mañana. Como no podía oír las noticias de la radio sobre el avance de la tormenta, se había repetido mentalmente los últimos informes una y otra vez, confiando en haber hecho todo lo posible por protegerse a sí misma y a su casa.Cualquiera que hubiera vivido algún tiempo en el sur de Florida conocía las precauciones que había que tomar. Desde que en primavera comenzaba la estación de los huracanes, hasta que acababa en noviembre, eran repetidas con cada tormenta tropical que se formaba en el Atlántico. Paula había llegado del Medio Oeste solo unos meses antes, pero era una mujer precavida. A diferencia de muchos recién llegados, se había tomado en serio la amenaza potencial de aquellos potentes temporales. Al comienzo de su primera estación de huracanes, había leído todos los artículos sobre las precauciones necesarias. Había instalado contraventanas a prueba de tormentas eléctricas en su bonita casa de estilo español, antes de gastarse ni un céntimo en los arreglos de decoración y jardinería que pensaba hacer. Tenía el garaje lleno de botellas de agua, un cajón repleto de pilas para la linterna y un buen acopio de velas y comida en conserva.Reprimió una risa histérica al preguntarse dónde estarían en ese momento todas esas preciadas provisiones, enterradas allí, junto a ella, entre escombros, pero fuera de su alcance e inútiles. Y, en cuanto a la casa de la que se sentía tan orgullosa, de ella parecía haber quedado poco más que los cascotes que la mantenían prisionera. Obviamente, todas sus precauciones habían resultado insuficientes.Todo estaba oscuro como la boca de lobo, pero no sabía si se debía a la hora del día o a la cantidad de escombros que la sepultaba. Sospechaba que sería lo primero, pues de vez en cuando la lluvia penetraba a través de las tablas y los muebles rotos que la sostenían precaria y dolorosamente.Le dolía todo el cuerpo. Tenía cortes y arañazos por todas partes. El dolor más in tenso procedía de su pierna izquierda, que estaba doblada en un extraño ángulo bajo el peso de una pesada viga. Ignoraba cuánto tiempo había estado inconsciente, pero tenía la sensación de que debían de haber sido más que unos pocos minutos. Todavía le dolía el estómago del susto que se había dado cuando de pronto se habían roto las contraventanas, los cristales habían estallado y las paredes se habían derrumbado a su alrededor.No había habido tiempo de huir. Tal vez si hubiera oído el viento y el azote de la lluvia, las cosas habrían resultado de otro modo. Pero no había sido así y, de pronto, había tenido la extraña sensación de que las paredes se cerraban literalmente sobre ella. Luego, todo había comenzado a desplomarse a su alrededor. Su casa parecía haberse desintegrado a cámara lenta y, sin embargo, ella no había podido moverse lo bastante rápido.Había dado un paso hacia la puerta y después había sentido una violenta ráfaga de aire cuando el tejado se elevó un instante y luego se derrumbó en una lluvia de pesados cascotes. Las carísimas contraventanas en las que había invertido sus últimos ahorros no habían servido de nada contra la furia de la tormenta. Recordaba haber sentido un golpe fuerte en la parte de atrás de la cabeza. Luego el mundo se había quedado a oscuras durante un tiempo indeterminado. Cuando había vuelto en sí, solo había sentido dolor. Un temerario intento de moverse le había provocado intensas punzadas en la pierna.Se había quedado totalmente quieta, respirando pesadamente y luchando contra el miedo. No había estado tan atemorizada desde hacía casi quince años, desde el día en que se había despertado en el hospital con la sensación de que todo estaba extrañamente silencioso. Sintiendo que faltaba algo, había encendido la televisión y había tratado de ajustar el volumen. Al principio, maldijo el aparato, creyendo que estaba roto, pero después golpeó sin querer un florero que cayó al suelo y se rompió sin hacer ruido. Y, entonces, comprendió lo que pasaba.Aterrorizada, llamó a gritos a sus padres, que llegaron corriendo y avisaron a los médicos. Estos ordenaron una batería de pruebas antes de concluir que los nervios auditivos habían resultado dañados por el acceso de paperas, particularmente violento, que había sufrido.
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