miércoles, 4 de abril de 2018

Inevitable: Capítulo 62

Paula se preguntó por qué no habría considerado antes la vocación monástica. Era  una  vida  tranquila  y  pacífica  y  mucho  menos  agitada  de  la  que  ella  había  llevado últimamente.

—Porque  lo  estarías  utilizando  como  refugio  —le  dijo  la  hermana  Carmen—. No se ingresa en un monasterio para evitar los problemas.

—¿No? ¡Maldición!

La hermana Carmen lanzó una carcajada.

—No puedes escapar de tí misma, Pau.

—¿Quiere decir que donde quiera que vaya, allí seguiré sin remedio?

—Exactamente —la  hermana  Carmen  le  apretó  la  mano—.  Sólo  tienes  que  enfrentarte a tí misma, a tus esperanzas, a tus sueños, a tus fracasos y logros, a lo que haya en tu corazón.

Eso sería Pedro, pensó Paula.Porque estuviera donde estuviera, allí estaba él. En sus días y en sus noches. En  sus  esperanzas  y  en  sus  sueños.  Y  lo  mejor  de  ella  salía  cuando  estaba  con  él.  Igual que le pasaba a la hermana Carmen en el monasterio.

—Pero él no me ama —protestó.

Estaban  sentadas  en  el  pequeño  porche  de  la  cabaña como  todas  las  tardes.  La  mayor  parte  del  día  Paula lo  pasaba  sola  pensando,  caminando  e  intentando  reconciliarse consigo misma. Y después por las tardes aparecía la hermana Carmen a charlar con ella durante una hora. Dirección espiritual, lo había llamado la monja. Paula pensaba que la dirección no era suficiente; ella necesitaría el mapa entero. La hermana Carmen sonrió.

—Creo  que  encontrarás  tu  camino  muy  pronto.  Y  yo  no  estaría  tan  segura  de  que no te quiere. Nunca se sabe lo que puede aparecer por el horizonte.

Miró tras Paula a lo alto de la colina de detrás de la cabaña. Entonces sonrió de forma enigmática. Paula le  devolvió  la  sonrisa  deseando  que  la  hermana  Carmen no  fuera  tan  misteriosa.

—Mis horizontes son bastante limitados —replicó.

—Pueden ser más amplios de lo que crees.

La  hermana  seguía  mirando  a  espaldas  de  Paula todavía  sonriendo  antes  de  mirar de forma especulativa. Por fin ella se dió la vuelta.

—¿Pedro?

Él  estaba  a  mitad  de  la  colina  con  un  bastón.  Al  menos  esperaba  que  fuera  un  bastón. Cojeaba de forma evidente y bajaba tan rápido que se caería de bruces si no frenaba.

—¡Pedro!

Se lanzó a correr hacia él tirando la silla al salir.Escuchó a la hermana Carmen levantarse también a sus espaldas.

—Pensé que debía ser él —dijo.

No era momento para la indiferencia ni para hacerse la dura.Después de haberse pasado las últimas semanas enfrentándose a cada minuto a la verdad de que amaba a Pedro con toda su alma, ¿Podría recibirlo con frialdad?No, no podía.Pero tampoco debería haberlo tirado al suelo del entusiasmo.

—¡Oh, Dios mío! ¡Lo siento!

Sólo  había  pretendido  rodearlo  con  sus  brazos,  impedir  el  rápido  descenso  y  tenerlo cerca.Bien, ya estaban muy cerca. Ella estaba encima de él. Pero Pedro no se quejaba. Estaba enterrando los dedos en su pelo y besándola con fiereza. Cuando ella quiso apartarse, no la dejó. Paula no  discutió.  Estaba  perfectamente  feliz  con  seguir  besándolo.  Por  el  rabillo del ojo vió a la hermana Carmen sonreír y alzar los dedos con el signo de la victoria antes de desaparecer por el camino hacia el arroyo. Paula lanzó una corta plegaria de gracias por su sabiduría y sobre todo por su discreción. Y entonces volvió a besar a Pedro una y otra vez. Era  mejor  que  todos  los  recuerdos  que  había  acumulado,  la  sensación  de  su  cuerpo,  duro  y  sólido  bajo  el  de  ella,  la  aspereza  de  su  barba  incipiente  contra  sus  mejillas, el ardor y presión de sus labios. ¡Oh, sí!

—¿Por  qué  diablos  no  me  dijiste  que  habías  suspendido  la  maldita  boda?  —preguntó  él  cuando  por  fin  separó  la  boca  de  la  ella  lo  suficiente  como  para  poder  respirar.

La miró jadeante y con ardor, pero ella sonrió y sacudió la cabeza.

—Porque hubieras pensado que era patética.

—¿Qué?

Ella  se  encogió  de  hombros  y  se  sentó,  pero  él  no  la  dejó  apartarse  mucho  manteniéndola anclada contra sí por la cintura.

—Era   por   supervivencia   —explicó—.   ¿Qué  se suponía  que podía hacer?  ¿Decirte que nos lo habías estropeado a David y a mí? ¿Admitir que no podía casarme con él sintiendo lo que sentía por tí? ¿Ponerme a tu merced?

Pedro sonrió.

—¡Me hubiera servido de mucho! —se incorporó también y su expresión se hizo más grave—. ¿Lo hice? ¿Te lo estropeé todo? ¿Lo sientes?

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