miércoles, 11 de abril de 2018

Mi Salvador: Capítulo 15

—¿Por qué no?

—Son de aficionado —dijo él.

Ella entrecerró los ojos.

—Me imagino que alguien te habrá dicho que los verdaderos hombres no pintan.

Pedro contrajo ligeramente los labios.

—Mi padre expresó cierta preocupación al respecto.

—Entonces, tu padre es idiota.

Él se puso una mano sobre el corazón, haciendo una exagerado gesto de sorpresa.

—Que mi madre no te oiga decir eso.

—Se lo diría a ella como te lo digo a tí — afirmó con energía.

—Paula, no te preocupes. No crecí precisamente queriendo ser un artista. Esa no era mi vocación. Pintaba cuando tenía tiempo o ganas.

—Estás desperdiciando un talento increíble.

 —No,  qué  va.  Me  encanta  mi  trabajo.  Tengo  exactamente  la  vida  que  deseaba  y  hago  lo  que  realmente  me  gusta  —le  pasó  un  dedo  por  la  mejilla—.  Pero  gracias  por  estar dispuesta a defenderme.

Ella  no  quiso  discutir.  Tal  vez  él  tuviera  realmente  la  vida  que  había  elegido.  Después de todo, apenas lo conocía.Quizás  había  reaccionado  tan  rápidamente  porque  a  ella  el  destino  le  había  impedido elegir. Sin embargo, perder un talento por culpa del destino era una cosa... y perderlo por culpa de un padre autoritario, otra enteramente distinta. Si ella hubiera estado  en  su  lugar,  habría  luchado  por  seguir  su  vocación. 

Mientras  completaban  la  visita a la casa, Paula vió algunas muestras más de su obra, todas ellas llenas de color y dedicadas  a  los  paisajes  vírgenes  de  Florida.  Los  cuadros,  incluso  los  más  pequeños,  dominaban las habitaciones en las que colgaban. Pero evitó provocar otro debate sobre  la  conveniencia  de  su  decisión  de  relegar  la  pintura  al  lugar  de  una  simple  afición.La  habitación  de  invitados  que  Pedro le  mostró  estaba  limpia  y  ordenada.  Había  un pequeño armario y una cama confortable con una colcha del mismo tono azul oscuro que el tumultuoso océano del cuadro que colgaba sobre el cabecero.

—Hay  bastante sitio  en   el   armario   —dijo él,  abriendo   las   puertas   para   enseñárselo.

Paula esbozó una sonrisa trémula.

—¿Sitio para qué?

Aún  le  resultaba  difícil  de  creer  que  solo  poseía  la  ropa  interior,  las  zapatillas,  los vaqueros y la camiseta que Juana le había comprado y llevado al hospital.

Pedro pareció desconcertado y se disculpó.

—Lo  siento.  No  lo  había  pensado.  Llamaré  a  mis  hermanas.  Ellas  pueden  traerte  algunas cosas o salir a comprarte algo, lo que tú prefieras.

Ella señaló la ropa que llevaba puesta.

—Si  tienes  lavadora  y  secadora,  puedo  apañármelas  con  esto  uno  o  dos  días.  Luego iré de compras.

—Créeme,  mis  hermanas  tienen  ropa  para  dar  y  tomar.  Y  seguro  que  muchas  cosas  todavía  tienen  la  etiqueta  puesta.  Sonia y  Carolina siempre  están  peleándose  con  su peso. Se compran cosas demasiado pequeñas, pensando que eso las animará a perder unos kilitos. Seguro que estarán encantadas de sacarlas del armario para que no sigan mofándose de su fracaso.

Paula se  rió,  comprendiendo  aquella  lógica  femenina  que  a  él  parecía  dejarlo  perplejo.

—¿Vas  a  decirles  que  solo  quieres  librarles  de  la  ropa  que  les  está  pequeña?  —preguntó.

Pedro la miró con expresión horrorizada por la sugerencia.

—¿Estás loca? Valoro demasiado mi vida como para sugerir tal cosa. Déjame que las  llame,  Paula.  Te  sentirás  mejor  cuando  tengas  algo  que  ponerte.  Dentro  de  unos  días, la semana que viene, cuando te sientas más fuerte y tengas el dinero del seguro, podrás comprarte todo lo que te apetezca.

Paula sintió el impulso de negarse, pero su sentido común le decía que Pedro tenía razón.

—Gracias,  pero,  por  favor,  diles  que  con  una  o  dos  cosas  será  suficiente.  El  tasador del seguro me prometió darme un primer cheque la semana que viene, así que no tendré que recurrir al crédito de mis tarjetas.

Él asintió, complacido.

—Voy  a  llamarlas,  pero  les  diré  que  no  vengan  hasta  mañana,  cuando  te  hayas  instalado. ¿Necesitas algo más: crema de manos, champú, cosméticos...?

—Tengo algunas cosas del hospital que me servirán por ahora.

—¿Estás segura?

—Completamente —dijo,  decidida  a  no  causarles  más  molestias  a  él  y  a  sus  hermanas—. Por cierto, ¿Qué vas a decirles?

—¿Te  refieres  al  hecho  de  que  haya  una  mujer  bonita  viviendo  en  mi  casa  y,  al  parecer, medio desnuda?

—No puedes decirles eso —protestó, riendo.

 Tenía la impresión de que Pedro era lo bastante travieso como para contarles exactamente aquello.

—Claro  que  no  —dijo  él—.  Sobre  todo,  porque  vendrían  corriendo,  cosa  que  no  quiero. Simplemente, les diré la verdad.

—¿Y qué pensarán?

—Que debes de ser una mujer impresionante si he roto mi regla.

—¿Qué regla? —preguntó ella, frunciendo el ceño.

Él la miró solemnemente a los ojos.

—La  de  no  permitir  que  una  mujer  se  instale  en  mi  casa,  a  menos  que  piense  casarme con ella.

Paula procuró disimular su estremecimiento al oírle reconocer que no solía invitar a mujeres a su casa. ¿Y por qué a ella sí?, se preguntó. Porque  le  daba  pena,  claro.  Nada  más.  Qué  otra  cosa  podía  ser,  si  apenas  la conocía.  Sin  embargo,  no  pudo  evitar  el  sentimiento  de  decepción  que  se  apoderó  de  ella.Era ridículo, se reprendió a sí misma. Aquel era un refugio temporal. ¿Qué clase de  idiota  sería  si  empezara  a  desear  que  aquella  convivencia  a  la  que  los  había empujado un desastre natural se convirtiera en algo más?Pero  lo  deseaba,  admitió.  Le gustaban  las  miradas  intensas  que  se  cruzaban,  miradas que vibraban de tensión y anhelo. Le gustaban los leves escalofríos de deseo que  le  provocaban  las  caricias  inesperadas  de  Pedro.  Le  gustaba  su  olor  masculino,  la  dura sensación de sus músculos, los roces fortuitos entre sus cuerpos. Sencillamente,  le  gustaba  Pedro Alfonso porque,  por  primera  vez  en  años,  la  había hecho sentirse una mujer. Aunque no ocurriera nada más entre ellos, aunque él solo le ofreciera una cama y un techo, ya le había hecho un regalo increíble. Le había recordado que había perdido el oído, no la vida.Antes de conocerlo, Paula se había hecho la ilusión de que le bastaba con lo que tenía,  de  que  vivía,  porque  sus  días  estaban  llenos  de  ocupaciones.  Y,  de  pronto,  se  daba cuenta de que no era así.Porque nada la había hecho sentirse ni la mitad de viva que una sola mirada de su nuevo compañero de casa.

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