—Son de aficionado —dijo él.
Ella entrecerró los ojos.
—Me imagino que alguien te habrá dicho que los verdaderos hombres no pintan.
Pedro contrajo ligeramente los labios.
—Mi padre expresó cierta preocupación al respecto.
—Entonces, tu padre es idiota.
Él se puso una mano sobre el corazón, haciendo una exagerado gesto de sorpresa.
—Que mi madre no te oiga decir eso.
—Se lo diría a ella como te lo digo a tí — afirmó con energía.
—Paula, no te preocupes. No crecí precisamente queriendo ser un artista. Esa no era mi vocación. Pintaba cuando tenía tiempo o ganas.
—Estás desperdiciando un talento increíble.
—No, qué va. Me encanta mi trabajo. Tengo exactamente la vida que deseaba y hago lo que realmente me gusta —le pasó un dedo por la mejilla—. Pero gracias por estar dispuesta a defenderme.
Ella no quiso discutir. Tal vez él tuviera realmente la vida que había elegido. Después de todo, apenas lo conocía.Quizás había reaccionado tan rápidamente porque a ella el destino le había impedido elegir. Sin embargo, perder un talento por culpa del destino era una cosa... y perderlo por culpa de un padre autoritario, otra enteramente distinta. Si ella hubiera estado en su lugar, habría luchado por seguir su vocación.
Mientras completaban la visita a la casa, Paula vió algunas muestras más de su obra, todas ellas llenas de color y dedicadas a los paisajes vírgenes de Florida. Los cuadros, incluso los más pequeños, dominaban las habitaciones en las que colgaban. Pero evitó provocar otro debate sobre la conveniencia de su decisión de relegar la pintura al lugar de una simple afición.La habitación de invitados que Pedro le mostró estaba limpia y ordenada. Había un pequeño armario y una cama confortable con una colcha del mismo tono azul oscuro que el tumultuoso océano del cuadro que colgaba sobre el cabecero.
—Hay bastante sitio en el armario —dijo él, abriendo las puertas para enseñárselo.
Paula esbozó una sonrisa trémula.
—¿Sitio para qué?
Aún le resultaba difícil de creer que solo poseía la ropa interior, las zapatillas, los vaqueros y la camiseta que Juana le había comprado y llevado al hospital.
Pedro pareció desconcertado y se disculpó.
—Lo siento. No lo había pensado. Llamaré a mis hermanas. Ellas pueden traerte algunas cosas o salir a comprarte algo, lo que tú prefieras.
Ella señaló la ropa que llevaba puesta.
—Si tienes lavadora y secadora, puedo apañármelas con esto uno o dos días. Luego iré de compras.
—Créeme, mis hermanas tienen ropa para dar y tomar. Y seguro que muchas cosas todavía tienen la etiqueta puesta. Sonia y Carolina siempre están peleándose con su peso. Se compran cosas demasiado pequeñas, pensando que eso las animará a perder unos kilitos. Seguro que estarán encantadas de sacarlas del armario para que no sigan mofándose de su fracaso.
Paula se rió, comprendiendo aquella lógica femenina que a él parecía dejarlo perplejo.
—¿Vas a decirles que solo quieres librarles de la ropa que les está pequeña? —preguntó.
Pedro la miró con expresión horrorizada por la sugerencia.
—¿Estás loca? Valoro demasiado mi vida como para sugerir tal cosa. Déjame que las llame, Paula. Te sentirás mejor cuando tengas algo que ponerte. Dentro de unos días, la semana que viene, cuando te sientas más fuerte y tengas el dinero del seguro, podrás comprarte todo lo que te apetezca.
Paula sintió el impulso de negarse, pero su sentido común le decía que Pedro tenía razón.
—Gracias, pero, por favor, diles que con una o dos cosas será suficiente. El tasador del seguro me prometió darme un primer cheque la semana que viene, así que no tendré que recurrir al crédito de mis tarjetas.
Él asintió, complacido.
—Voy a llamarlas, pero les diré que no vengan hasta mañana, cuando te hayas instalado. ¿Necesitas algo más: crema de manos, champú, cosméticos...?
—Tengo algunas cosas del hospital que me servirán por ahora.
—¿Estás segura?
—Completamente —dijo, decidida a no causarles más molestias a él y a sus hermanas—. Por cierto, ¿Qué vas a decirles?
—¿Te refieres al hecho de que haya una mujer bonita viviendo en mi casa y, al parecer, medio desnuda?
—No puedes decirles eso —protestó, riendo.
Tenía la impresión de que Pedro era lo bastante travieso como para contarles exactamente aquello.
—Claro que no —dijo él—. Sobre todo, porque vendrían corriendo, cosa que no quiero. Simplemente, les diré la verdad.
—¿Y qué pensarán?
—Que debes de ser una mujer impresionante si he roto mi regla.
—¿Qué regla? —preguntó ella, frunciendo el ceño.
Él la miró solemnemente a los ojos.
—La de no permitir que una mujer se instale en mi casa, a menos que piense casarme con ella.
Paula procuró disimular su estremecimiento al oírle reconocer que no solía invitar a mujeres a su casa. ¿Y por qué a ella sí?, se preguntó. Porque le daba pena, claro. Nada más. Qué otra cosa podía ser, si apenas la conocía. Sin embargo, no pudo evitar el sentimiento de decepción que se apoderó de ella.Era ridículo, se reprendió a sí misma. Aquel era un refugio temporal. ¿Qué clase de idiota sería si empezara a desear que aquella convivencia a la que los había empujado un desastre natural se convirtiera en algo más?Pero lo deseaba, admitió. Le gustaban las miradas intensas que se cruzaban, miradas que vibraban de tensión y anhelo. Le gustaban los leves escalofríos de deseo que le provocaban las caricias inesperadas de Pedro. Le gustaba su olor masculino, la dura sensación de sus músculos, los roces fortuitos entre sus cuerpos. Sencillamente, le gustaba Pedro Alfonso porque, por primera vez en años, la había hecho sentirse una mujer. Aunque no ocurriera nada más entre ellos, aunque él solo le ofreciera una cama y un techo, ya le había hecho un regalo increíble. Le había recordado que había perdido el oído, no la vida.Antes de conocerlo, Paula se había hecho la ilusión de que le bastaba con lo que tenía, de que vivía, porque sus días estaban llenos de ocupaciones. Y, de pronto, se daba cuenta de que no era así.Porque nada la había hecho sentirse ni la mitad de viva que una sola mirada de su nuevo compañero de casa.
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