Al ver a Paula concentrada en sus papeles, en la mesa de la cocina, Pedro se felicitó por su brillante idea de llamar a Jimena. Después de lanzarle una última mirada, se quitó la camisa y salió fuera para podar los matorrales que amenazaban con ocultar el patio delantero. Estaba absorto en la tarea cuando sintió que no estaba solo. Paula se había sentado en los escalones de entrada, con los brazos alrededor de las piernas y la barbilla sobre las rodillas. Parecía de nuevo completamente abatida. Pedro dejó la podadora y se sentó a su lado.
—No quería distraerte —dijo ella.
—¿Y entonces qué querías? —se burló él—. ¿Contemplar un poco el panorama? — deliberadamente, miró su pecho sudoroso.
Paula reaccionó con el previsible embarazo.
—Claro que no. Solo estaba... —su voz se desvaneció.
—¿Inquieta otra vez? —preguntó él dulcemente.
— No exactamente —ella lo miró a los ojos—. He estado pensando...
—¿En qué? —dijo él al ver que no continuaba.
—Creo que debo ir a mi casa.
Él la miró con incredulidad.
—¿Qué? ¡De eso nada!
—Tengo que hacerlo. Tu hermana lo mencionó el otro día y Jimena me lo ha dicho hoy.
Él se levantó con frustración y dio unos pasos por el patio.
—Pues las dos son unas inconscientes — declaró—. ¿Cómo se les ocurre sugerirte una cosa así?
Paula lo agarró de las manos y lo hizo detenerse, con expresión frustrada.
—¿Qué dices? —le preguntó.
Él repitió lo que había dicho y luego añadió:
—No es una buena idea.
—Yo creo que sí —dijo ella alzando la barbilla con determinación—. Quizá pueda recuperar alguna cosa. Y, aunque no pueda, tengo que enfrentarme a lo que ocurrió. Tengo que superarlo y seguir adelante. ¿Me llevarás?
Él pareció debatirse entre la sensatez de lo que ella le decía y su propio miedo a que no estuviera preparada.
—No lo sé, Paula.
—Encontraré otro modo de ir, si no quieres llevarme.
Pedro comprendió que lo haría. Iría, con o sin él. Y no iba a permitir que pasara por aquello ella sola.
—Yo te llevaré —dijo finalmente—. ¿Cuándo?
—Ahora —dijo ella, y se puso en pie para enfatizar su resolución.
Pedro suspiró.
—De acuerdo. Dame solo un minuto para lavarme un poco y ponerme una camisa.
—No vamos a una fiesta —protestó ella—. Seguramente nos pondremos perdidos de polvo.
—Dame un minuto —insistió.
Ya en el interior de la casa, hizo una rápida y desesperada llamada a Juana.
—¿Tú crees que está preparada?
—Si ella lo dice, no hay más que hablar. Los veré allí —dijo la anciana con decisión.
—¿Quieres que vaya a recogerte? —le ofreció Pedro.
—No, porque entonces se enteraría de que me has llamado. Será mejor que aparezca sin más.
—Gracias, Juana. Eres un encanto.
—Luego puedes invitarnos a comer. Estoy deseando comerme un buen plato de pastrami con carne.
—Pues lo tendrás —le prometió Pedro—. Hasta luego.
Para dar tiempo a que Juana llegara a su antiguo vecindario en transporte público, Pedro decidió darse una ducha en vez de lavarse rápidamente, y se tomó su tiempo para secarse el pelo, vestirse y afeitarse. Cuando volvió a salir, Paula daba vueltas por el patio con impaciencia.
—Has tardado —gruñó.
—¿Así es como me agradeces que me ponga guapo? —se acercó a ella—. Mira, hasta huelo bien..
Ella sonrió de mala gana al oler su loción de afeitar.
—Huele muy bien. Pero me temo que los bichos que habrá correteando por losescombros no sabrán apreciarlo.
—Mientras tú si sepas... —dijo él.
Cuanto más se acercaban al antiguo vecindario de Paula, más crecía en ella la ansiedad.
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