miércoles, 28 de abril de 2021

Inevitable: Capítulo 27

Paula se había quedado perpleja cuando Pedro había dicho que no tenía planes para esa noche. Había esperado que tuviera una chica o dos esperándolo. Tal vez, tuviera novia en Phoenix…


–Dile que puede venir, tía Paula –insistió el muchacho, mirándola con ojos de corderito–. Es lo menos que podemos hacer por Pedro, después de que está entrenándonos.


A Paula se le ocurrieron cientos de razones para no invitarlo, pero también tenía un gran motivo para hacerlo… Ignacio.


–Será un placer que cenes con nosotros –afirmó ella, pensando que cualquier cosa merecía la pena con tal de ver sonreír así a su sobrino. Además, solo sería una cena. Nada más–. Tenemos bastante comida.


–Gracias –repuso Pedro–. Estoy harto de comer carne a la plancha.


–¿Sabes cocinar? preguntó Ignacio con ojos como platos.


–Si no cocino, no como –explicó Pedro–. Cuando me mudé a Inglaterra, tenía que cocinar, fregar y lavarme la ropa solo.


Sus palabras sorprendieron a Paula, pues había esperado que tuviera un equipo de empleados a su servicio o que comiera fuera todos los días.


–Yo también tendré que aprender –comentó Ignacio con gesto serio.


–Estás en ello –lo animó Pedro–. Ya haces unas estupendas galletas de chocolate.


–Sí –afirmó el niño con una sonrisa de satisfacción.


–Cuando alguien te hace un cumplido, tienes que decir «Gracias» –le reprendió su tía.


–¿Aunque sea verdad? –quiso saber Ignacio.


Pedro sonrió.


–Sobre todo, si es verdad.


–De acuerdo, gracias –dijo el niño, encogiéndose de hombros.


Invitar a Pedro a casa era justo lo que Ignacio necesitaba. Sin embargo, ¿Sería buena idea para ella? De acuerdo, tenía que admitir que le gustaba estar cerca de él… Pero eso no significaba nada. ¿O sí?



La cocina olía a especias, verduras y carne al horno. Sin embargo, Paula no estaba concentrada en las ollas. No podía dejar de pensar en cómo Pedro le había tocado la pierna. Apoyándose en la encimera, suspiró. Ese hombre era… Debía dejar de soñar despierta, se reprendió a sí misma. Era una divorciada de veintiséis años, no una adolescente. Y sabía que no debía enamorarse de Pedro Alfonso. Ese tipo tenía bastante encanto para derretir a cualquiera, menos a ella, se dijo. Dejó la masa de galletas sobre la mesa. El sonido de risas y disparos de la videoconsola llegaba desde el salón. Las carcajadas de Pedro eran profundas y sonoras y aterciopeladas como el chocolate. ¿Sabría igual que sonaba?, se preguntó. Cuando iba a meter la bandeja de galletas para que se cocieran, lo hizo con demasiada fuerza y sonó un golpe contra la puerta del horno.

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