lunes, 12 de abril de 2021

Te Quise Siempre: Capítulo 69

Creía haber superado su enfado. Pero no era así. Salió de allí, compró una vajilla entera de platos y aquella misma noche lanzó un plato tras otro con todas sus fuerzas contra los muros del Instituto de Historia. Cuando terminó con todos, su furia no se había aplacado. Estaba furiosa con Sergio, por ser tan estúpido y obstinado, pero lo estaba aún más con Leticia. ¿Cómo había sido tan estúpida, tan débil y tan egoísta como para no ser capaz de leer entre líneas de esa última carta y darse cuenta de la desesperación en la que había caído aquel joven soldado? Aquel pobre chico había perdido la fe en sí mismo, había perdido el camino de regreso hacia todas las cosas que amaba. ¿Y qué había hecho Leticia? ¿Por qué no había ido a por él y le había ayudado a volver a casa? Entonces, sentada entre los miles de pedazos de platos rotos, comprendió por qué Pedro le había enviado las cartas. No lo había hecho para que las devolviera al Instituto de Historia. Lo había hecho para que ella entendiera que él era un hombre que tenía que vivir con la soledad y la amargura de haber visto y hecho cosas que lo habían alejado de las personas que había amado. Al igual que Sergio Horsenell, no creía que nadie hubiera guardado el recuerdo de quién había sido él. Al igual que el soldado Sinclair, se había perdido en el camino a casa. De repente, comprendió por qué había estado dando clases de defensa personal, de escalada, por qué había saltado del Widow Maker, por qué se había comprado una moto. Había hecho todo aquello para poder ser una mujer sin miedo a ir tras él, aunque eso significara bajar a los infiernos para rescatarle. Se trataba de creer que el amor, y no la lógica, les daría el mapa que ambos necesitaban para volver a casa. Volvió a oír la misma voz que le había hablado en el Widow Maker. Y reconoció a la persona que se escondía detrás de aquella voz. No era Pedro. No era su padre. No era su madre. No era la madre de él. Era la voz de su propia alma. Ahora sabía quién era y lo que tenía que hacer.

 



Pedro estaba agotado y tenía el corazón destrozado. No habían podido llegar a tiempo y dos de los rehenes habían muerto. Subió las escaleras y, cuando llegó a la puerta de su apartamento, se quedó inmóvil. Las luces estaban encendidas. ¿Se había ido tan deprisa que había dejado las luces encendidas? Era posible, pero poco probable. Se le había ordenado a la prensa no fotografiar ni grabar su rostro, pero… ¿Podía estar seguro? Se acercó a la puerta despacio y oyó la música. Con sigilo, sacó la llave y fue a abrir la puerta. Pero no hizo falta. La llave no estaba echada. La puerta estaba entornada. La abrió un poco y miró al interior. Desde allí podía ver todo el departamento, a excepción del cuarto de baño. Había una maleta junto a la puerta. Y entonces vió a Paula Chaves en la cocina. Los nervios que experimentó fueron mucho más intensos que los que había sentido cuando le habían descolgado de la azotea del hotel para ayudarle a llegar al piso treinta y uno. Estaba increíble. Llevaba una blusa blanca que parecía hecha a medida, unos pantalones vaqueros ajustado y unas sandalias. Llevaba el pelo más corto. Estaba maravillosa. Y, como si no tuviera ya suficientes motivos para ablandarse, olió a galletas de chocolate recién hechas. Nunca se había sentido tan feliz de ver a alguien en toda su vida. Era como si algo dentro de él se hubiera abierto y hubiera salido de su interior el sol. Toda su vida pareció iluminarse. Todo lo que había intentado contener para protegerla se empezó a derretir. ¿Cómo iba a ocultarle lo que le estaba pasando? 

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