viernes, 24 de septiembre de 2021

La Heredera: Capítulo 15

 —Pues no me he divertido demasiado con el pretendiente de esta noche —dijo Paula—. Ha intentado interrogarme. ¿Por qué le desagrada tanto papá?


—¿Eso dice? —preguntó Diana, desconcertada.


—Desde luego. Y otra cosa —añadió—, tampoco le gusto yo por la misma razón, sea la que sea.


—No seas tonta, querida. Siempre crees que no le gustas a la gente y no es cierto.


—No es verdad, pero...


—El problema radica en que trabajas tanto que no sabes cómo tratar a las personas. Tu padre —advirtió Diana— está muy preocupado.


Paula se permitió una sonrisa. Diana la miró fijamente.


—Lo digo muy en serio.


—Si está preocupado es porque tú le has dicho que debe preocuparse —Paula se puso en pie—. Sabes que lo único de lo que papá y yo hablamos es de negocios.


Diana suspiró y murmuró entre dientes. Pero no podía negar la evidencia. Miguel Chaves podía no estar al corriente de las relaciones personales de su hija, pero conocía al dedillo todo lo concerniente a su negocio.


—¿No hablarás de negocios esta noche? —apuntó Diana, entre la súplica y la orden.


—De momento he resistido la tentación —señaló Paula—. Pero creí que te gustaría que estableciera nuevos contactos.


—Sí, pero no metas a tu padre.


—De acuerdo —rió Paula—. Si papá me acorrala, prometo hablar del estreno de la última obra de Cristian de Witt.


—A veces puedes ser un encanto si te lo propones —agradeció Diana—. Tengo que bajar a servir el café. No tardes.


Pero antes tenía que cumplir una misión. Pula arrinconó a Ludmila Larsen.


—Necesito un favor —murmuró.


Ludmila se desentendió del grupo y fue hasta el pasillo expectante.


—¿De qué se trata?


—Quiero que me lleves a casa. He venido en taxi y no quiero que Diana se preocupe en buscarme un acompañante.


Ludmila sonrió con complicidad, si bien se equivocaba al pensar en el presunto chófer del que Annis quería escapar.


—¿No te fías de Cristian de Witt? Está bien, puedes venir con nosotros. Pero nos iremos pronto.


—Cuanto antes, mejor —señaló Paula.


—Pobre Paula —bromeó—. ¿No te gusta tu hada madrina? Tomaremos un café rápido y nos iremos.


Todo el mundo estaba reunido en el salón. Diana indicó con la mano la librería, pero Paula hubiera adivinado cuál era su silla sin dificultad. La experiencia era un grado. Estaba lo suficiente alejada de su padre para evitar hablar de negocios y lejos de cualquier obra de arte que pudiera sufrir los efectos de su torpeza. Se sentó en una silla baja, en la esquina del salón. Alguien le tendió una minúscula taza de café, tan frágil como el cristal.


—Gracias.


Era un juego traído desde Japón. Cada pieza era única y en extremo delicada.


—Dije que te encontraría —susurró una voz conocida. 


Paula dió un respingo y la taza saltó del platillo produciendo un aterrador tintineo. Pedro tomó la taza y la dejó a un lado, fuera de su alcance.


—Eres un peligro para la vajilla —dijo.


—No solo para la vajilla —apuntó Paula en un ataque de sinceridad— . En una ocasión rompí un jarrón árabe de incalculable valor con el respaldo de la silla. El seguro se hizo cargo, pero desde entonces Diana procura mantenerme alejada. No quiere correr riesgos. Por eso me envía a este rincón.


—Bueno, entiendo que quiera minimizar el riesgo. Pero arrebatarnos tu presencia es una lástima.


Su voz era una caricia. Paula sintió cómo se ruborizaban levemente sus mejillas. Tragó saliva y desvió la mirada, avergonzada.


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