miércoles, 22 de septiembre de 2021

La Heredera: Capítulo 8

El comedor era un auténtico cuadro. La mesa estaba cubierta por un mantel inmaculado. En las paredes y sobre las mesas auxiliares, Diana había dispuesto ramos de flores naturales. Sobre los aparadores de madera noble brillaban los candelabros de plata maciza, las copas de cristal de bohemia y la cubertería bañada en oro. A pesar de que había tarjetas con los nombres de los invitados, ejercía de anfitriona e interrumpía cada conversación para señalar a cada cual su asiento. Saludó a Ivana y la indicó que se sentara entre dos caballeros de mediana edad enzarzados en un una discusión de negocios. De ese modo, subrayaba el hecho de que Ivana no necesitaba su ayuda para encontrar pareja. Paula miró la disposición de la mesa y se sobresaltó. Allí estaba él. Puede que hubiera uno o dos hombres francamente atractivos, pero el único depredador de aquella jungla aguardaba detrás de su silla junto a un asiento vacío. Irradiaba seguridad y confianza. Su vitalidad resultaba desconcertante. Tenía la boca seca. De pronto, él la miró. Sus ojos se encontraron. Ella suspiró. A cierta distancia, parecía aún más fuerte que de cerca. Al menos a los ojos de una mujer que, como ella, tenía más experiencia en los negocios que con los hombres. Diana, desde luego, le estaba indicando que ocupara el asiento libre.


—Nos volvemos a encontrar.


—Sí —musitó Paula.


El corazón le latía con fuerza y sentía fuertes mareos. Se giró para conocer a su otro vecino de mesa. Se trataba del rubio fornido que había visto antes de la cena, hipnotizando a tres bellezas. Su pelo brillaba como el oro que recubría las porcelanas de Diana.


—Hola —dijo él, con su mejor sonrisa.


—Hola, soy Paula.


—Encantado de conocerla, Paula —replicó, antes de que una de las chicas que todavía lo rodeaban reclamara su atención. 


De hecho, las tres mujeres se resistían a abandonarlo pese a que Diana, desde la presidencia, insistía en que recuperasen sus sitios.


—Estupendo —balbució Paula.


Trató de leer la tarjeta, pero estaba del revés. ¿Habrían sido presentados? A Paula le resultaba familiar, pero no recordaba su nombre. Empezó a divagar. Podía tratarse del hijo de alguno de los socios de su padre, un empleado, un amigo de la infancia o algún socio del Club de Vela. De pronto, escuchó una voz profunda que le susurraba al oído.


—Cristian de Witt. Habló en la radio el miércoles, ayer estuvo en televisión y será portada de los periódicos el fin de semana. Deber ser usted la única que no lo ha reconocido.


Paula se volvió de un salto. El señor Alfonso la miraba con tanta intensidad que la obligó a pestañear. Por un momento, solo pudo pensar en lo cerca que estaban el uno del otro. Y lo fácil que resultaría tocar su rostro, apoyar la mejilla sobre su hombro e incluso besarlo. O recibir un beso suyo. Ese pensamiento la hizo reaccionar. Adoptó un tono excesivamente áspero.


—No tengo tiempo para seguir los programas de cotilleos.


Pedro Alfonso no le quitaba ojo. Paula procuró alejar de su mente cualquier pensamiento sobre la cercanía de sus cuerpos y fortaleció su ánimo. Pero él asintió y se mostró de acuerdo. Eso la alivió, y respiró más tranquila.


—¿Desde cuándo es usted una adicta al trabajo, señorita Chaves?


Ella echó un rápido vistazo a su padre, que presidía la cena. Estaba sin resuello, rodeado por mujeres, no por empresarias.


—Es algo genético —respondió Paula.


—Desde luego —admitió él, centrando su atención en su jefe—. El vendaval Miguel Chaves.


Había algo en su tono de voz que la incomodaba. Según Diana, había sido idea de su padre invitarlo a la fiesta.


—¿Acaso no le gusta mi padre? —preguntó.


—Tenemos nuestras discrepancias.


—¿Sobre qué? —preguntó intrigada.


—Muchas cosas. Edificios, mi puntualidad, derechos y obligaciones acerca de la propiedad.


—¡Demonios! —exclamó con admiración—. ¿Le ha recordado a mi padre cuáles son sus obligaciones?


—Yo no creo en la propiedad —dijo.


—Usted no cree...


Estaba sin habla. Miguel Chaves era un capitalista en toda regla y tenía muy desarrollado el sentido de la propiedad.


—En el momento en que crees poseer algo, quieres encerrarlo en una caja para que nadie más lo disfrute. Esa es una vida rastrera.


—¿Y le ha dicho eso mismo a mi padre? 

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