lunes, 20 de septiembre de 2021

La Heredera: Capítulo 3

 —Mire, no sé que le habrá contado Diana, pero permítame que ponga las cosas claras.


Pedro la miraba sin salir de su asombro.


—Tengo veintinueve años, vivo para mi trabajo y no salgo con hombres.


Alfonso tenía los pómulos altos y los ojos verdes. No parpadeó, y eso era muy significativo.


—No es nada personal —añadió Paula enseguida.


Pensó que no había actuado con demasiado tacto. Los ojos verdes de él se entrecerraron hasta casi dibujar una línea recta y estrecha.


—Es un alivio —dijo Pedro con sequedad.


La respuesta hizo que Paula se estremeciera. La voz de Alfonso revelaba un leve acento extranjero, muy sensual. Y era más alto que ella, algo poco habitual. Eso la desconcertaba.


—No quiero dar una falsa impresión. Me gusta dejar las cosas claras. Eso es todo —divagó Paula sin mucho aplomo—. A veces, Diana puede resultar engañosa.


Él no dijo nada. Mantuvo el tipo con enorme entereza. Paula ya no tenía más excusas. Trató de ser sincera.


—Creo que soy una adicta al trabajo —admitió.


Hizo un gesto de desesperación. Demasiado elocuente para un salón repleto de obras de arte. Paula derramó el champán que contenía su copa, al tiempo que un plinto dorado se desequilibraba a causa del golpe. Pedro Alfonso lo sujetó y la miró con una amplia sonrisa.


—¿Fue idea de Diana que nos conociéramos? —preguntó Paula intrigada.


Estaba colocando la escultura abstracta sobre el pedestal que Paula había golpeado sin querer. La miró de arriba abajo con sus grandes ojos verdes.


—A causa de nuestros intereses en común, supongo —señalóPedro.


Hablaba con solemnidad, pero Paula sabía que estaba bromeando. Sus dudas se desvanecieron. Su primera intuición había sido correcta, después de todo. Se sentía extrañamente decepcionada. No deseaba creer que él fuera el tipo de hombre que se cita con la hija de un millonario. 


—¿De veras? —suspiró.


—Yo también soy un adicto al trabajo —admitió con amabilidad.


Pedro Alfonso le tendió la mano. En contra de su voluntad, ella la aceptó. Era como si él la hubiera hipnotizado. Ese segundo apretón, diferente al primero en presencia de su padre, llevaba implícito un mensaje. Fascinada, bajó los ojos. Aquella mano era morena y fuerte. Parecía que hubiera pasado muchas horas trabajando al sol. Sus dedos desnudos eran tan pálidos como el agua e igual de delicados. ¿Qué podía significar? Confusa, levantó la vista y lo miró directamente a los ojos. Hubo un breve silencio. De pronto él asintió. Era como una respuesta a una pregunta no formulada. Paula también pensó que él la estaba juzgando, igual que se juzga a una chica desconocida en la pista de baile de una discoteca. Y parecía gustarle lo que veía. Era completamente ridículo. Se estaba burlando de ella otra vez. Paula, instintivamente, retiró la mano. Giró medio cuerpo y empezó a hablar al azar.


—Si es un adicto al trabajo, ¿Qué hace en una fiesta? —preguntó—. Todavía quedan cuatro horas útiles para trabajar.


No había sido un comentario muy atinado y Pedro Alfonso no se rió.


—Yo podría preguntarle lo mismo —replicó, cadencioso.


—Es mi familia —dijo Paula sin más.


No quería admitir que su madrastra la había engañado para hacerla venir. Eso la haría pasar por tonta.


—Diana no suele dar muchas explicaciones por teléfono —añadió—. Además, hace casi seis meses que no veo a mi padre. Desde el último balance de la empresa.


Pedro Alfonso buscó al anfitrión con la mirada. Estaba charlando animadamente junto a la chimenea. Alfonso se mordió la lengua.


—¿Trabaja para Chaves? Creí entender que era independiente.


—Lo soy —replicó enfurecida—. Pero todavía tengo acciones en la empresa. 

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