lunes, 27 de septiembre de 2021

La Heredera: Capítulo 18

 —¡Disculpe! —llamó a la encargada, a la que todavía reprendían.


La chica la miró con hastío, titubeó y volvió su atención hacia el interior del despacho. Paula bajó el tono de su voz y, tal y como la habían enseñado, la proyectó igual que en el teatro.


—¡Disculpe! —repitió.


Todo el mundo se quedó de una pieza. Incluso los teléfonos dejaron de sonar. Entonces se abrió otra puerta.


—La señorita Chaves —dijo Pedro Alfonso, encantado—. Me preguntaba cuándo llegaría. Es tarde.


—Llevo aquí catorce minutos —precisó Paula—. Y un paraguas me ha mordido. ¿Podría usted liberarme?


—Vaya. Ya estaba al corriente de su tendencia —señaló mientras se abría paso.


—¿Qué tendencia? —preguntó Paula demudada.


—Y ahora en el trabajo —prosiguió—. ¿No es usted la enemiga mortal de los electrodomésticos y la porcelana, señorita Chaves?


Pedro la desenganchó y Paula recuperó la compostura.


—¿Le interesa un viejo paraguas? —preguntó escéptico.


—Creo —apuntó con reserva— que debería quitarlo de ahí antes de que alguna otra persona se enganche.


Él hizo una mueca. Había sido una consideración que nunca tendría en cuenta. Paula temblaba de rabia. Pedro llamó la atención de la chica de recepción con un dedo.


—¿Querrás deshacerte de este paraguas carnívoro, Tamara?


La chica ejecutó la orden al instante. Paula notó que ella lo miraba con auténtica veneración mientras se llevaba el paraguas. Aprovechó ese momento para dar un primer paso en calidad de asesora y reafirmar su posición.


—No. No lo tires. Devuélvaselo a quien lo trajo. Asegúrese de que lo guarda en un lugar seguro o tírelo a la basura.


Tamara se quedó quieta, sin saber qué hacer.


—Bien, adelante —ordenó Pedro—. Puede que se trate de algo nimio, pero para eso pagamos a la señorita. Devuélveselo a su dueño.


—Es suyo —balbució Tamara.


—Oh, claro —dijo desconcertado—. Desde luego. 


Paula lo tomó y se lo devolvió.


—En un lugar seguro o en la basura —recalcó. 


Alfonso había perdido la sonrisa.


—No quiero almacenarlo en mi despacho.


—Pues a la basura —ordenó Paula mirando en derredor.


—Está bien —dijo Pedro arrebatándole el paraguas y acompañándola a su despacho—. Ha sido de gran ayuda. Un millón de gracias.


Ese día no había rastro del pavo real de la fiesta. Vestía unos vaqueros desgastados y una camisa azul de algodón con el cuello desabrochado. Parecía ajeno al clima de octubre o al hecho de que tenía una cita. O quizá su reunión con ella no era tan importante. Paula se concentró en ese pensamiento en vez de considerar si el bronceado que lucía llegaba más allá de lo que dejaba entrever la abertura de la camisa. Tampoco quiso entrar a valorar su musculatura, mucho más visible en ropa de faena que a la luz de los candelabros en el salón de la casa de su padre. Pedro cerró la puerta tras él. Los ruidos del exterior se amortiguaron sin llegar a desaparecer. Paula tomó asiento y se volcó en el asunto que la había llevado hasta allí.


—Este sitio es espantoso —señaló.


—¿Qué?


—Espantoso —repitió—. Es un auténtico disparate, una jaula de grillos. Todos los expedientes están por el suelo y nadie contesta el teléfono.


Pedro estaba demasiado perplejo para articular palabra.


—No puedo creer que esta sea su idea de dirigir un negocio. 

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