miércoles, 22 de septiembre de 2021

La Heredera: Capítulo 10

El monólogo explicativo del actor duró hasta que se cambió la vajilla para servir el segundo plato. Los camareros aparecieron con grandes bandejas repletas de carne mechada en hojaldre. Paula suspiró. Se había educado en ese ambiente y sabía que durante el primer plato se conversaba con el vecino de la derecha y que en el segundo se atendía al comensal de la izquierda. Así pues, la tregua había terminado. Aprestándose a la lucha, se volvió hacia Pedro Alfonso y exhibió una amplia sonrisa demasiado convencional.


—¿Lleva mucho tiempo en Londres?


—Muy conmovedor.


—¿Qué? —preguntó Paula hierática.


—Pero no funcionará y lo sabe.


—¿A qué se refiere? —dijo en un tono muy poco apropiado.


—Si vamos a hablar, cuénteme algo que no sepa. ¿Qué clase de trabajo lleva en su consultoría? ¿Por qué se hizo usted adicta al trabajo? Y no tema preguntarme sobre mi vida. Las conversaciones de protocolo me aburren infinitamente.


—De todas formas, no estamos obligados a hablar —respondió Paula enfurecida.


—Hagamos un trato —señaló Alfonso—. Cuénteme un solo secreto y le diré todo lo que quiera saber acerca de mí.


—Yo no quiero saber nada...


Paula estaba acalorada, pero enseguida comprendió que la estaba tomando el pelo otra vez. ¡Había mordido el anzuelo! Respiró hondo antes de contestar.


—En cualquier caso, no tengo secretos.


No parecía muy animada, ni su voz invitaba a seguir por ese camino. Pedro Alfonso la miró con detenimiento.


—Sí que los tiene.


—¿Qué?


—Mujer misteriosa —recordó con un hilo de voz.


—No escondo ningún misterio —atajó ella—. Y si está intentando flirtear conmigo, le ruego que no insista.


Pero él no contestó y siguió esperando.


—No me gustan esta clase de juegos —replicó.


Pedro asumió en silencio la decisión de Paula, que se sintió aliviada.  Desde que la había visto entrar por la puerta, se había sentido irremediablemente atraído hacia ella. Su visión lo había perturbado y había experimentado una extraña sensación, como si siempre la hubiese estado esperando o como si ella hubiera surgido de un pasado en común, remoto e idílico. De hecho, había llegado a creer que ya se conocían. Pero sabía que nunca le habían presentado a la hija de Miguel Chaves. Y en el momento de las presentaciones, había tenido la certeza de que ese encuentro sería especial. Paula Chaves no era el tipo de mujer por la que solía sentirse atraído. Por alguna razón, desde el primer apretón de manos, ella lo había catalogado como un enemigo. Por otro lado, si bien no rehusaba el enfrentamiento, parecía acusar las réplicas que ella misma se había buscado. Y eso no lo agradaba. Si un hombre iba a la guerra, no podía andarse con miramientos. Puede que se comportara así por ser hija de un millonario. Y aún así, su mirada escondía un montón de secretos. Se sorprendió al comprender lo mucho que deseaba conocer ese misterio. Lo deseaba desde lo más profundo de su ser. Y tendría que ser muy cauteloso.


—Está bien —dijo—, sin secretos. Hábleme de su trabajo, si le está permitido.


Paula refrenó una réplica desagradable y adoptó un tono frío y formal.


—Estuve a prueba, en calidad de consultora, con Baker Consulting. Hace seis meses, decidí abrir mi propio negocio con un colega.


—¿Por esa razón se ha vuelto una adicta al trabajo?


De pronto, ella sonrió abiertamente. Sus ojos se iluminaron. Pedro estaba fascinado.


—No, siempre he sido una adicta al trabajo —y el brillo de sus ojos se desvaneció—. ¿Podríamos hablar de algo que me interese a mí?


«Ponte en guardia para el próximo asalto» pensó Pedro. Pero antes de cambiar de tema, necesitaba saber algo con urgencia.


—¿Quién es su socio? ¿Es la razón por la que ha llegado tarde?


Paula resolvió poner fin a la insistencia de su interlocutor, aunque fuera lo último que hiciera en la vida. Se echó hacia atrás en su silla y suspiró.


—No salgo con nadie porque no quiero hacerlo —explicó con voz cansina—. En sus propias palabras, me aburre. 


No era cierto. Pero Paula no estaba de humor para pensar en ello. Y menos cuando pensaba que había dado en el blanco. Puede que no hubiera acertado el centro de la diana, pero había hecho daño. Los grandes ojos verdes bizquearon un momento.


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