Pedro no dijo nada, pero Paula podía sentir el ardor de su mirada. Su silencio le pareció desalentador.
—¡Paula! Creí haber oído al perro.
Paula se alegró de ver a su madre en el pasillo. Cuando la abrazó, deseó quedarse allí para siempre.
—Mamá, estás preciosa.
Su madre se llevó una mano a la melena plateada.
—He pasado por la peluquería.
Paula dió un paso atrás para admirar su aspecto.
—Te queda muy bien.
La mirada de la madre de Paula pasó de ésta al hombre que saludaba a su lado.
—¿Es quién creo que es? —dijo mirando a Paula con las cejas muy levantadas.
Paula sacudió la cabeza vigorosamente, ligeramente colorada. Había conseguido mantener ese asunto a un lado con Pedro y lo último que necesitaba era que su madre lo sacara a la luz.
—No, mamá. Éste es Pedro. Un cliente. Espero que no les importe poner un plato más a la mesa.
—Por su puesto que no.
—Pedro, ésta es mi madre, Alejandra.
Alejandra estrechó la mano de Pedro.
—Encantada de conocerte, Pedro.
—Lo mismo digo, Alejandra. Tiene una casa preciosa — respondió él cortésmente.
—Gracias. Ahora quítate el abrigo y la chaqueta. No hay que ser tan formal. Esto es una casa normal y corriente, no un palacio.
Paula observó cómo Pedro obedecía a su madre. Él le ofreció el brazo con galantería a Alejandra, y ésta aceptó, no sin antes lanzarle una mirada de agrado a su hija. Paula se encogió de hombros y los siguió. Las bromas volaban de un lado a otro de la mesa mientras Miguel trinchaba el asado y Alejandra lo servía. Él se quejaba de la salsa y ella apuntaba que tal vez le había servido demasiado, pero siempre con una sonrisa en la boca. Jugueteaba con un mechón de su pelo inconscientemente sin dejar de mirar y sonreír a sus padres. Estaba en casa de Paula, con las personas a las que ella amaba. Ella se sentía segura, tranquila y dulce. Allí era muy diferente que en el despacho, y esta nueva Paula le estaba haciendo que el nudo de su estómago creciese cada vez más.
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