martes, 28 de abril de 2015

Atrapada en este Amor: Capítulo 11

—Aparentemente ya no —afirmó Ana, sintiendo una ligera aprensión—. Tal vez se haya casado. ¿Se lo has preguntado?
—No he tenido que hacerlo. Evidentemente, no lo está.
—Si tú lo dices... Es un poco raro, ¿no te parece? Una chica joven y bonita aún soltera.
—Tal vez yo sea difícil de superar...
—No seas grosero, cielo. Pásame la sal, por favor.
Pedro obedeció y terminó rápidamente de cenar aunque sin saborear ni un solo bocado. No hacía más que observar a Paula. Se movía con la misma gracia de siempre, aunque con una seguridad y una falta de inhibición completamente nuevas. No se parecía en nada a la tímida e insegura muchacha que se había llevado a la cama hacía tantos años. Sin embargo, aún le hacía vibrar. Trataba de oponerse con todo lo que podía porque sabía que no podía dejar que Paula  volviera a conquistarlo. Estaba libre de ella y quería seguir estando así. No volvería a dejarse llevar por aquella dulce locura.
Paula les llevó la cuenta y les dio las gracias con una agradable sonrisa. Incluso añadió que tuvieran una agradable velada. Sin embargo, el modo en el que lo dijo, mirando directamente a los ojos de Ana, convirtió aquellas palabras en una amenaza en vez de en una despedida.
Durante el trayecto a casa, Ana  permaneció en completo silencio. Decidió que, a pesar de haber heredado la casa de su tía, Paula no era una mujer de recursos. Tal vez un poco de dinero y unas palabras de advertencia sirvieran para que la amenaza desapareciera de una vez por todas.
Por su parte, Pedro trataba de no pensar en lo bien que le quedaba el uniforme al tiempo que intentaba no dejarse llevar por los recuerdos.
Cuando se marchó a su casa, Paula estaba agotada y los pies le dolían mucho. Hacía mucho tiempo desde la última vez que había estado de pie todo el día.
Le gustaba aquella ciudad. Ella había crecido al norte, en las afueras de Billings. Sus padres no eran más que sombras en su recuerdo, dado que murieron en un accidente cuando ella sólo era una niña. Sus recuerdos se centraban en sus tíos, que la habían acogido sin reservas y la habían criado como si fuera su propia hija. Como vivían en la reserva, algunos de los recuerdos implicaban celebraciones y ceremoniales indios. De todo eso, parecía haber pasado una eternidad.
Se bajó del autobús cerca de la casa de su tía. Era una hermosa noche de septiembre, muy apropiada para dar un paseo. Hacía fresco y sólo faltaba un mes para que empezara a nevar. Pensó que resultaba sorprendente cómo había pasado de ser una niñita que vivía en una reserva india a ser una mujer rica. Ya no tenía vestidos hechos a mano ni zapatos de segunda mano. A pesar de todo, su infancia había estado llena de amor.
Abrió la puerta de la casa y, tras cerrarla con llave, se sentó en el sofá. Estaba muy cansada, pero no podía dormirse. Tenía que llamar a su casa. Le había prometido a Franco que lo haría. Rápidamente, marcó el teléfono directo del señor Smith.
—Residencia de los Gonzalez—dijo la voz grave del guardaespaldas.
—Hola, señor Gimenez. ¿Cómo va todo?
—Franco ha tirado su patito de goma al retrete —comentó entre risas—. No hay que preocuparse. He salido corriendo para comprarle otro y el fontanero solventó el atasco. Todo va bien. ¿Y cómo estás tú?
—Estoy trabajando. He conseguido un trabajo de camarera en un restaurante. Tengo el salario mínimo más propinas. ¿No te parece genial?
— ¿Que tienes un trabajo?
— Sólo temporalmente. Es el restaurante de Pedro Alfonso. La proximidad al enemigo podría darme una pequeña ventaja mientras trato de encontrar sus puntos débiles.
—Ten cuidado de que no sea él quien encuentre los tuyos. Joaquín está aquí. Tenía que recoger algunos papeles de tu escritorio. ¿Quieres hablar con él?
Paula  frunció el ceño. Le extrañó que Joaquín estuviera en su casa a aquellas horas de la noche.
-Sí.
Joaquín tomó el auricular. Parecía algo inseguro.
—Me alegro de poder hablar contigo —dijo—. Yo... He venido a buscar el expediente Jordán. Te lo trajiste a casa.
—Yo estaba trabajando en la fusión con Jordán — replicó Paula—. Ya lo sabes. ¿Por qué lo quieres?
—Jordán y Cañe insisten en que terminemos con el trato esta misma semana. A menos que tú quieras venir aquí para ocuparte de todo...
—No, por supuesto que no. Adelante. Te debería haber llamado antes al respecto, pero se me ha pasado.
—Es la primera vez.
—Supongo que sí. Necesitas mi firma, ¿verdad?
—Sí. Puedes enviarla por fax.
—No tengo máquina de fax. Envía los papeles por mensajería. Te los devolveré en un día.
—Muy bien. Necesitas un fax.
—Lo sé. Le pediré al señor Gimenez que me lo traiga la semana que viene, junto a algo más de equipamiento de oficina. Puede que me tenga que quedar aquí algunas semanas, pero el negocio no sufrirá por ello. Puedo ocuparme de mi parte por las noches. Llamaré todos los días para comprobar cómo va todo.
— ¿Estás segura de que resulta aconsejable una ausencia tan larga?
—Sí, estoy segura. Escucha, Joaquín No soy una mujer sin sentido común que no sabe nada de negocios. Ya lo sabes. Juan me enseñó todo lo que sabía.
-Sí. Ya lo sé.
Había un cierto tono de amargura en su voz. A veces, Paula  se preguntaba si no le molestaba que parte de la empresa de su hermano estuviera dirigida por una persona ajena a la familia. Se mostraba agradable, pero siempre había una cierta distancia entre ellos, como si no terminara de confiar en ella.
—No te defraudaré —afirmó Paula —. Este asunto es lo más importante que tengo en mi agenda, por lo que no importa el tiempo que me lleve. Si puedo encontrar una debilidad en Alfonso me aprovecharé de ella.
— ¿Estás segura de que lo que te preocupa son los intereses de la empresa y no vengarte de ese Alfonso?
Paula  no respondió a esa pregunta.
—Me alegro de que te vayas a ocupar de la fusión Jordán. ¿Puedes decirle al señor Gimenez que vuelva a ponerse, por favor?
—Por supuesto. Siento haber sonado ruso contigo. Estoy muy cansado. Ha sido un día muy largo.
—Sí, lo sé.

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