miércoles, 29 de abril de 2015

Atrapada en este Amor: Capítulo 18

Mientras tanto, la señora Dade se percató de la especial atención que Paula dedicaba a los ejecutivos, por lo que llamó a su empleada una noche a su despacho para hablar del tema.
—Eres muy buena camarera, Paula —le dijo la señora Dade—, pero no me gusta que les dediques tanta atención a los empleados de Pedro Alfonso. No sólo no queda bien, sino que quedas en evidencia delante de las otras camareras.
—No sabía que estuviera prestándoles una especial atención, señora Dade — replicó ella, inocentemente—. Me dan muy buenas propinas...
—Entiendo. Bueno, si sólo se trata de eso, lo comprendo. Sin embargo, no debes prestarles tanta atención. No queda bien. No me gustaría tener que despedirte.
—Tendré mucho cuidado de que no vuelva a ocurrir, señora Dade —afirmó Paula, aunque sabía que la señora Dade jamás podría despedirla sin el consentimiento de Pedro.
—Muy bien. Sé lo mucho que dependes  de las propinas que te dan los clientes y realizas muy bien tu trabajo, Paula.
—Gracias, señora Dade.
—Entonces, hasta mañana.
Paula se marchó del restaurante y se dirigió hacia la parada del autobús. Se preguntó qué diría la señora Dade si supiera qué clase de empleada era en realidad.
El viento estaba arreciando y hacía frío. Paula cerró los ojos y aspiró la fuerza del viento. Hasta que había regresado a Billings, no se había dado cuenta de lo mucho que lo había echado de menos. A pesar de las largas horas de trabajo, aquel empleo como camarera era como unas vacaciones, una válvula de escape a la presión que estaba poniendo en peligro su salud. Se había recuperado completamente de la neumonía y se sentía más fuerte día a día, tal vez porque había recuperado sus raíces. Aunque echaba mucho de menos a Franco, le gustaba estar de vuelta en Billings.
Mientras estaba esperando el autobús, se detuvo ante la parada un elegante coche gris. Cuando reconoció al conductor, apretó los dientes.
—No tienes por qué estar aquí sola a estas horas de la noche —le dijo secamente Pedro—. Es peligroso.
—Estamos en Billings, no en Chicago —replicó sin pensar. Sin darse cuenta, le había dado una información que jamás hubiera querido divulgar.
— ¿Conoces Chicago?
—Conozco muchas ciudades y Chicago es una de ellas, sí. Todas las ciudades se parecen mucho, si sabes qué calles son las mejores.
— ¿Y tú lo sabes?
— ¿Qué te parece a ti?
El rostro de Pedro se endureció. Sólo pensar que Paula hubiera tenido que echarse a la calle con sólo  veintiún años para ganarse la vida le provocó náuseas, sobre todo porque sentía que había sido él quien la había empujado a ello.
—Por el amor de Dios... No es lo que estás pensando. No me hice prostituta.
Pedro  se relajó visiblemente. Paula  se odió a sí misma por el hecho de que le hubiera importado lo que él pensara.
—Entra —sugirió él—. Te llevaré a tu casa.
Paula no quiso discutir. La noche era oscura y solitaria y no le gustaba estar allí sola. Normalmente, el señor gonzalez siempre estaba con ella.
— ¿Quién es él? —preguntó Pedro mientras arrancaba el coche.
-¿Él?
—No juegues conmigo. El hombre que se marchó de tu casa aquella mañana.
—Se llama señor Gonzalez.
— ¿Es tu amante?
— ¿No te parece que hace una noche preciosa? — replicó ella—. Siempre me ha gustado mucho Billings por la noche.
—No me has respondido.
—Ni pienso hacerlo. No tienes ningún derecho a hacerme preguntas sobre mi vida personal y mucho menos después de lo que me hiciste.
— ¿Por qué no te fuiste con él?
—Él trabaja en Chicago. Yo trabajo aquí. Por el momento.
— ¿Va en serio?
—No. En realidad es un amigo. ¿Por qué te importa tanto quién pueda ser? —Preguntó Paula, al notar que él contenía el aliento—. Lo nuestro... lo nuestro terminó hace mucho tiempo.
—Cada vez que te miro ardo de pasión —susurró él, mirándola lenta y posesivamente—. Te deseo. No ha habido ni una sola mujer que pudiera apartarte de mi mente durante tan sólo cinco minutos.
—Eso es lujuria —replicó ella con las mejillas cubiertas de rubor—. Eso es lo que yo siempre fui para ti. Me deseabas y no te cansabas nunca. Si yo te lo hubiera pedido, te habrías levantando de tu lecho de muerte sólo para venir a mi lado. Sin embargo, eso no era suficiente entonces ni lo es ahora.
—No recuerdo que tuvieras tantos escrúpulos morales hace seis años.
—No los tenía —admitió Paula—. Estaba enamorada de ti.
Pedro lanzó un gruñido. Aquella afirmación lo había sorprendido profundamente. Jamás se había parado a pensar en los motivos de Paula para estar con él. Siempre había dado por sentado que ella sentía la misma pasión que él.
—Claro —dijo, después de una pausa—. Por eso te acostaste con Facundo.
—Era virgen cuando estuve por primera vez contigo —le espetó ella con una fría sonrisa—. Estaba tan enamorada de ti que no podría haberme ido con otro hombre ni borracha.
—Tal vez fue así como conseguiste que él robara el dinero —insistió él con mirada calculadora.
—Facundo devolvió todo el dinero, ¿no? —Replicó ella con una carcajada—. Y, si le hubieras presionado un poco, te habría dicho que ni teníamos una conspiración ni una relación.
—Cuéntamela, Paula —dijo Pedro, de repente.
— ¿Que te cuente qué?
—La verdad. Cuéntame todo.
—Te la ofrecí hace seis años y entonces no la quisiste —repuso Paula, sonriendo.

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