martes, 28 de abril de 2015

Atrapada en este Amor: Capítulo 13

A medida que el alba iba colándose a través de las cortinas de la inmaculada habitación de su tía, Paula  se estiró entre las sábanas de la cama con dosel. Volvía a recordarlo todo. La frialdad de Pedro. Las acusaciones de Ana. La confesión de Facundo... Aún podía sentir la amargura que experimentó mientras corría desde la casa de los Alfonso a la de su tía Gladys. Ni siquiera pudo contarle a la anciana la verdad de lo que había ocurrido. Le daba demasiada vergüenza.
Recogió sus cosas y se fue directamente al banco para sacar sus escasos ahorros. Sin saber muy bien lo que iba a hacer cuando llegara allí, sacó un billete de ida a Chicago, se despidió de sus preocupados tíos y se montó en el autobús. En silencio, se despidió de Pedro.
Había esperado que fuera tras ella. Estaba esperando un hijo suyo. Incluso había esperado que Ana cediera y le dijera la verdad porque Ana lo sabía todo sobre su embarazo. Sin embargo, nadie fue a la estación para detenerla.
Al llegar a Chicago, se aferró a su raída maleta y luchó contra el miedo instintivo de verse sola en una ciudad tan grande y sin medio alguno de mantenerse. Encontraría algún lugar en el que alojarse. Sin embargo se sentía enferma y sola.
Pasó las tres primeras noches en el YMCA sin dejar de llorar. Echaba de menos a Pedro y la vida que podría haber tenido. Entonces, le hablaron de una casa en la que sólo había unos pocos inquilinos. Decidió probar suerte allí, esperando encontrar un poco más de intimidad para poder llorar su pena.
Recordó haberse marchado del YMCA y caminar por la acera envuelta en el frío del invierno. Cuando empezaron a caer unos copos de nieve, se preguntó qué era lo que podría hacer.
El destino intervino cuando se bajó de la acera sin mirar y se cayó al lado de una carísima limusina. Un minuto más tarde, un rostro amable e inteligente se hizo visible a pocos centímetros del de ella. Era un hombre de profundos ojos azules y cabello castaño claro.
— ¿Se encuentra bien? —le preguntó—. Está muy pálida.
—Sí —murmuró ella—. Supongo que me he caído.
—Supongo que sí, pero nosotros hemos contribuido un poco, ¿verdad, señor Gonzalez?
Vió a un segundo hombre. Aquél era un gigante de cabello oscuro, ojos verdes y una imponente nariz. Iba ataviado con el uniforme de chófer.
—No pude frenar con suficiente rapidez —dijo—. Lo siento mucho. Ha sido culpa mía.
—No —insistió Paula—. Yo me siento algo débil. Estoy embarazada...
Los dos hombres intercambiaron una mirada.
— ¿Y su marido? —le preguntó el primero—. ¿Está con usted?
—No tengo marido —susurró ella. Sin poder evitarlo, los ojos se le llenaron de lágrimas—. Él no lo sabe.
—Vaya. Bueno, en ese caso, es mejor que se venga con nosotros.
En su ingenuidad, Paula relacionaba las limusinas negras con el crimen organizado. Aquel hombre iba muy bien vestido y el chófer parecía un matón.
—No puedo hacer eso —dijo, sin dejar de mirar a los dos hombres.
— ¿Serviría de algo si nos presentáramos? Me llamo Juan Gonzalez . Éste es el señor Gimenez. Soy un hombre de negocios. Ni siquiera somos italianos — añadió con una sonrisa.
De repente, la aprensión que Paula sentía desapareció por completo.
—Eso está mejor. Ayúdame a meterla en el coche, Gonzalez. Creo que nos estamos convirtiendo en el centro de atención de todo el mundo.
Paula  se dio cuenta entonces de que estaban bloqueando el tráfico. Permitió que la metieran en la parte posterior de la limusina. A continuación, el señor Gimenez metió su maleta en el maletero.
Al verse en el interior del vehículo, Paula miró atónita a su alrededor. Piel auténtica, por no mencionar un bar, una televisión, teléfono, ordenador e impresora.
—Debe usted de valer una fortuna —dijo ella, sin pensar.
—Así es —musitó Juan—, pero no es oro todo lo que reluce. Soy un esclavo de mi trabajo.
—Efectivamente, todo tiene su precio —comentó Paula con cierta tristeza.
—Eso parece —afirmó él mientras Gonzalez arrancaba la limusina—. Háblame del niño.
Sin saber por qué confiaba en él, Paula comenzó a hablar. Le habló sobre Pedro,  sobre su incipiente historia de amor, de la interferencia de la madre de él y de su huida de Billings.
— Supongo que le debo parecer una vagabunda. —No seas tonta. ¿Crees que el padre va a venir a buscarte?
—No. Creyó la historia de su madre.
—Es una pena. Bueno, puedes venirte a mi casa por el momento. No te preocupes. No soy ningún pervertido aunque esté soltero. Te cuidaré hasta que puedas valerte por ti misma.
—Pero yo no puedo...
—Tendremos que comprarte algo de ropa — comentó él como si estuviera pensando en voz alta—. Y también te tienes que arreglar el cabello.
—Yo no he dicho...
—Celia, mi secretaria, te cuidará mientras yo esté fuera. Haré que se venga a vivir a mi casa. También necesitarás un buen tocólogo. Haré que Celia se ocupe también de eso.
—Pero...
— ¿Cuántos años tienes?
—veintiún.
—veintiún... —murmuró—. Eres un poco joven, pero servirá.
— ¿Qué servirá?
—No importa —respondió él. Entonces, se inclinó hacia delante y la miró atentamente a los ojos—. Sigues enamorada de él, ¿verdad?
-Sí.
—Bien. Cruzaré ese puente cuando sea necesario. ¿Te gusta el quiche?
-¿El qué?
—El quiche. Es una especie de tortilla francesa. Ya lo verás cuando lleguemos a casa.
Su casa era un ático en uno de los hoteles más caros de Chicago. Paula se quedó atónita y encantada al ver tanto lujo. Estaba en medio del salón, como sumida en un trance.
—No dejes que todo esto te intimide —dijo Juan, sonriendo—. Te acostumbrarás enseguida.
Así había sido. Sin saber cómo, se convirtió en una de las posesiones de Juan Gonzalez.

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