domingo, 26 de abril de 2015

Atrapada en este Amor: Capítulo 4

Indios.
—¿Son indios de verdad?
—Sí. Quiero que te sientas orgulloso de tus antepasados, Franco. Uno de ellos luchó en la batalla de Little Big Horn contra el general Custer.
— ¡Caray! ¿Y quién era el general Custer, mami?
—Bueno, ya tendremos tiempo de explicarte todo eso cuando seas un poco mayor. Ahora, tengo que hacer la maleta.
-¡Franco!
La estruendosa voz resonó por el rellano.
—Estoy aquí, señor Gimenez —respondió el niño.
Se escucharon unos pesados pasos en el pasillo y, entonces, un hombre muy corpulento entró en la habitación. El señor Gimenez era el hombre más feo y más amable que Paula había conocido nunca. Tenía una hoja de servicios impecable. Había pasado de trabajar en la CÍA para ponerse a las órdenes de Juan. Él había conseguido abortar el intento de secuestro de Franco. Cuando estaba con ella, nadie se atrevía a molestar a Paula. Además de Franco, él era la persona que más apreciaba.
—Ha llegado la hora de marcharse a la cama, señorito —le dijo el señor Gimenez a Franco sin pestañear—. En marcha.
— ¡Sí, señor! —exclamó Franco, respondiendo con un saludo militar y una sonrisa. Entonces, echó a correr hacia él y dejó que lo tomara en brazos.
—Yo me ocuparé de acostarlo, Pau —le dijo él a Paula—. No deberías marcharte. Necesitas otra semana en la cama.
—No me vengas con ésas —replicó Paula, con una sonrisa—. Estoy bien. Ya sabes que tengo que ocuparme de las cosas de mi tía Gladys y es una oportunidad de oro para investigar a nuestra oposición. Que duermas bien, mi cielo —añadió, inclinándose para darle un beso a su hijo—. Iré enseguida a arroparte.
—El señor Gimenez va a hablarme de Vietnam —comentó Franco muy animadamente.
Paula frunció el ceño. Las historias de la guerra de Vietnam no le parecían adecuadas para que un niño las escuchara antes de marcharse a la cama, pero no tuvo corazón para oponerse.
—Quiero que me cuentes la de la serpiente.
—¿La de la qué? preguntó ella.
—La de la serpiente. El señor Gimenez me está hablando de todos los animales que había en Vietnam.
Paula  se sonrojó. Había pensado que la temática de las historias era otra muy distinta.
El señor Gimenez se percató de su reacción y sonrió.
—Te hemos engañado, ¿verdad? Eso es lo que te encuentras por juzgar a la gente inocente.
—Tú no tienes nada de inocente —replicó ella.
—Soy inocente de varias cosas. Jamás he disparado a una persona dos veces.
—Mi guardaespaldas es un santo —comentó ella, mirando al techo.
—Sigue así y regreso a la CÍA. Allí sí que saben cómo tratar a la gente
—Estoy segura de que ellos no te compran mocasines de piel de cabritillo ni te regalan un jacuzzi para ti solo.
—Bueno, eso no.
—Y que tampoco te dan tres semanas de vacaciones pagadas ni te ofrecen habitaciones de hotel gratis y carta blanca en los restaurantes.
—Tampoco.
—Ni tampoco te abrazan como lo hago yo —exclamó Franco, rodeando el cuello del guardaespaldas con tanta fuerza como pudo.
El señor Smith se echó a reír y le devolvió el abrazo.
—En eso tienes razón —admitió—. En la CÍA no me abrazaba nadie.
—¿Ves? —le preguntó Paula, muy sonriente—. Te va muy bien y no te das cuenta.
—Claro que me doy cuenta, pero es que me gusta ver cómo me hacén la pelota.
—Uno de estos días —dijo ella, con un dedo muy amenazador...
—Ese gesto nos indica que ha llegado el momento de marcharnos, Franco —dijo el señor Gimenez dirigiéndose con el niño hacia la puerta.
Paula sonrió y siguió preparando la maleta.
Dos días más tarde, Paula  llegó en autobús a Billings. Además de que no quería demostrar que tenía dinero, la estación de autobuses estaba al lado de Alfonso Properties, Inc.
Llevaba el cabello suelto sobre los hombros, un par de vaqueros y una cazadora también vaquera sobre una sudadera. Se había puesto unas botas muy usadas que utilizaba para montar a caballo y no se había maquillado. Más o menos, parecía la misma que se había marchado de aquella misma estación seis años atrás, aunque tenía un secreto que iba a disfrutar guardando hasta que llegara el momento de revelarlo.
En un edificio de oficinas que había justo enfrente de la estación, un hombre observaba el movimiento de pasajeros en la estación. De repente, se levantó del sillón para poder mirar mejor a través de la ventana. En los ojos tenía un gesto de sentimientos enfrentados.
—¿Señor Alfonso?
— ¿Qué ocurre, Rosa? —preguntó, sin darse la vuelta.
—Su carta-Tenía que apartarse de la ventana. No podía ser ella. Le había parecido verla antes, encontrándose con el rostro y la mujer equivocada cuando se acercaba. El corazón empezó a latirle con el fiero ritmo que ella le había enseñado. Por primera vez en seis años se sintió vivo.
Tomó asiento. Su alto y atlético cuerpo reflejaba sus veinteocho años, pero en ocasiones su rostro parecía tener mucha más edad. Tenía líneas de expresión alrededor de los ojos
—Olvídese de la carta. Encuentre la dirección de Gladys Chaves. Su esposo era un indio Crow, John Cuervo Andante, pero aparecen en la guía de teléfonos como Chaves. Se mudaron a la ciudad hace dos o tres años.
—Sí, señor —dijo Rosa, antes de marcharse de la habitación.
Pedro siguió sentado, tratando de repasar sus informes sobre las intenciones de Gonzalez International pero sin conseguirlo. Los recuerdos se habían apoderado de él, los recuerdos de hacía seis años, cuando una mujer lo había traicionado y se había marchado de la ciudad envuelta en la sospecha.
—Señor, he encontrado un obituario aquí —le dijo Rosa, regresando con el periódico local en la mano—. Lo vi la semana pasada y me llamó la atención. Me acorde de la muchacha que estuvo implicada en el robo que ocurrió hace seis años.
—Dámelo.
Agarró el periódico y lo examinó atentamente. Gladys había muerto. A la muerte de su esposo, Gladys se había trasladado a la ciudad. Sólo Dios sabía cómo había conseguido comprar una casa con su pensión.

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