Tenía que olvidarlo, se dijo. Y eso era lo que quería hacer. Pero entonces, ¿por qué le bastaba ver una fotografía para sentir aquel nudo en el estómago? Por culpa de su desesperación, decidió. Estaba tan desesperada por encontrar a alguien que incluso Pedro Alfonso le parecía un posible candidato.
—... Estoy realmente impresionado con sus cuentas.
—Lo siento, ¿Qué decía?
—Que ha batido todos los récords en ventas. La tarta de chocolate en particular entusiasma a nuestros clientes y es la que nos gustaría incorporar a todos nuestros restaurantes.
—¿Quiere decir que me está ofreciendo un contrato?
—Eso es exactamente lo que quiero decir.
En el rostro de Paula apareció una sonrisa que se apagó rápidamente.
—¿Pero? Porque hay un pero, ¿Verdad? Lo tiene dibujado en la cara.
—Un pero muy pequeño.
—Mire, lo siento, ya sé que lo mordí, pero él me pilló desprevenida.
—¿A quién mordió?
—¿No lo sabe?
—¿De verdad ha mordido a alguien?
—Um, sí, pero no le hice nada. Ni siquiera le dejé marca en la piel —se inclinó hacia delante—. ¿Entonces tengo el contrato?
—Siempre y cuando Wild Man Ribs pueda tener la exclusiva de su tarta de chocolate —sus palabras fueron interrumpidas por el móvil de Paula.
—Disculpe —sacó el teléfono—. Jime, ahora mismo estoy ocupada.
—No me hables en ese tono, jovencita.
—¿Mamá?
—Claro que soy tu madre. La única que tienes. La mujer que pasó catorce horas y treinta y cinco minutos sudando y apretando los dientes para que pudiera venir al mundo esa niña que veintiocho años después me habla con tamaña insolencia.
—Lo siento mamá, ¿Qué ocurre?
—Se me ha olvidado preguntarte la talla que usa tu novio. La abuela Rosa me ha pedido que la lleve de compras. Quiere comprarle algo bonito.
—Yo... —Paula se quedó sin habla. ¿De compras? La abuela Rosa odiaba ir de compras. La última vez que había pisado una galería comercial había sido seis años atrás, para comprar el regalo de boda de uno de sus nietos—. Oh, no.
—¿Está usted bien, señorita Chaves? —le preguntó Diego.
—Extra grande —le contestó Paula a su madre en cuanto pudo articular palabra.
Diego le tendió una taza de café en cuanto la joven guardó el teléfono. Pero lo último que Paula necesitaba era cafeína.
—Como le iba diciendo —continuó Diego—, si firma la exclusiva, estamos dispuestos a ofrecerle un suculento contrato.Y esperaba conocer a su futuro yerno.
—Contrato que tengo aquí mismo.Y pensaba llevar el regalo de la abuela Rosa.
—Si acepta, estamos dispuestos a pagarle la cantidad que se indica en el párrafo de arriba, además del suplemento correspondiente por cuantos pedidos adicionales tengamos que hacerle cada semana.
A través de la niebla de su ansiedad, su cerebro registró la noticia. ¡Sí! Aquello era lo que tanto había esperado. Un contrato con una cadena de restaurantes. Podría hacerse tan famosa como Alfonso El Salvaje. Beatríz Crocker iba a tener que cambiar de ciudad, Sara Lee iba a lamerle los zapatos y Julia Child tendría que abandonar el negocio... ¡Claro que aceptaba!
—No sé si puedo aceptar.
—¿Perdón? —Diego Black la miró estupefacto—. Ah, por supuesto, quiere algo más. Es usted una gran mujer de negocios —escribió una cifra frente a ella, pero Paula negó con la cabeza.
—¿Todavía no es suficiente?
—No quiero el dinero.
—Me temo que no la comprendo.
—El dinero es magnífico, fabuloso y me encantaría poder decir que sí. Normalmente lo haría. Pero desde ayer, mi vida ha dejado de ser normal. Desde que mi madre llamó, me he dedicado a tropezar voluntariamente con carros de supermercado, y ayer, por primera vez en mi vida, mordí a alguien. Mi madre llega mañana y mi abuela Rosa quiere salir hoy de compras —tragó saliva—. De compras, es increíble.
—¿Perdón?
—No importa. En cualquier caso, aprecio la oferta. He estado esperando una oferta de este tipo durante mucho tiempo, pero no puedo aceptar.
—¿Podría decirme entonces qué es lo que quiere exactamente, y veré lo que puedo hacer?
Paula rodeó la habitación con la mirada antes de contestar:
—Lo quiero a él.
—¿Que quiere qué?
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