lunes, 15 de marzo de 2021

Te Quise Siempre: Capítulo 8

 —¿Te has hecho un piercing en la oreja? —exclamó Paula.

 

Se había prometido no preguntárselo, pero una vez más había hecho uso de su facilidad para decir inconveniencias.  Pedro frunció el ceño.


 —Sí —contestó, tocándose el lóbulo de la oreja con un tono de voz que no parecía invitar a hacer más preguntas.

 

Sin embargo, Paula encontraba aquellos lóbulos muy excitantes, como para darles un mordisquito… Desde que la habían nombrado un año en el instituto «la chica menos predispuesta a morder los lóbulos de la orejas de los chicos», había pensado siempre lo que se sentiría al hacer tal cosa.  Nunca había sentido el deseo de mordisquearle las orejas a Franco. A su lado, ella siempre se había comportado con mucha sensatez. En cambio, Pedro… Pero ni siquiera conocía al hombre que estaba en ese momento junto a ella. No era desde luego el mismo que la había llamado aquella terrible noche por teléfono ocho años atrás. Aún recordaba su voz oscura, ronca y apesadumbrada: «Ay, Dulce Pauli».  No era el mismo hombre que se había marchado de Sugar Maple Grove. Entonces era sólo un muchacho y ella una chica sin problemas, cuya única preocupación era tratar de quitarse de encima su reputación de chica rara. Ella había vivido feliz ajena a la tragedia que le esperaba: sus padres morirían en un terrible accidente después de cumplir ella los dieciocho años. Observó la expresión de sus ojos. Eso era lo que más había cambiado. Trató de recordar la chispa de malicia que había antes en ellos, la eterna sonrisa traviesa que dibujaba aquella característica curva sensual en su boca. Ahora, en cambio, expresaban cautela, desconfianza. Parecían estar cubiertos por una especie de escudo protector. Y su boca tenía grabada un rictus amargo, como si ya no pudiese volver a sonreír, como si aquel muchacho travieso que había atrapado en cierta ocasión al mimado gato siamés del vecino y le había puesto un gorrito de bebé antes de soltarle, no tuviera nada que ver con el hombre que tenía frente a ella. En su lugar, había ahora un guerrero, preparado y entrenado para hacer cosas que la gente de esa pequeña ciudad no entendía. Sintió deseos de preguntarle: «Pedro, ¿Qué te ha pasado?». Afortunadamente, fue sensata y no lo hizo.

 

—Gracias, Pedro —dijo, tomando la caja de sus manos—. Te tendré en cuenta en mis últimas voluntades —añadió tratando de poner una nota humorística a la situación.

 

«Déjalo», se dijo viendo que estaba a punto de salirle su vena romántica. «Déjalo ya».  Pero, entonces, una tenue sonrisa dulcificó levemente el rictus severo de su boca, trayéndole a ella viejos recuerdos de cuando él había acudido en su defensa.

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