miércoles, 17 de marzo de 2021

Te Quise Siempre: Capítulo 13

Pero él seguía siendo el tipo que se plantaba entre ella y sus torturadores. Pues habían sido tantos los que la habían importunado por su éxito con Los encantos de una pequeña ciudad como los que la habían felicitado.  Ella tampoco había sabido nunca callarse a tiempo. Siempre había tenido el don de decir la palabra equivocada en el instante más inoportuno.  Él había tratado de ahuyentar siempre a sus escasos pretendientes, y le había dado a ese respecto muchos consejos sin que ella se los hubiera pedido: «Dulce Pauli, todos los hombres son unos cerdos». «¿Tú, también?». «Especialmente yo». Seguía viviendo en la casa de al lado, pero ya no era la misma que él recordaba. Él tampoco era ya el mismo. Había estado fuera mucho tiempo. No había tenido una relación cordial con su familia. Algunos encuentros ocasionales en Nueva York, donde su hermana se había ido a vivir, alguna visita de sus padres a California y poco más.  Recordó de pronto a su madre disfrutando como una niña en Disneylandia.


«Mamá». Aquellos tiernos recuerdos le abandonaron enseguida para dar paso a otros más ingratos. Estaba en el porche donde su madre acostumbraba a balancearse en la mecedora mientras esperaba a que él llegase a casa. Su padre le había dejado claro que nunca le perdonaría no haber asistido a su funeral. Las palabras «Clandestinidad» e «infiltrado» carecían de significado para el doctor Alfonso. No entendía que perseguir a los tipos malos que había por el mundo pudiera considerarse una profesión honorable.  No habría sido posible explicarle que, si hubiera acudido aquel día al funeral de su madre, se habrían echado a perder años de un minucioso trabajo de equipo y se habrían puesto en riesgo la vida de muchas personas.  «No quiero volver a oír tus excusas», le había dicho su padre la última vez que le había llamado. «Papá está enfadado contigo, no podéis seguir así eternamente», le había dicho su hermana, siempre muy pragmática, tras haberle convencido para que volviera a su ciudad natal. Luciana le había dicho que su padre había tenido un incidente casero. Un fuego en la cocina. Una sartén con aceite olvidada en el fuego.  Su hermana tenía serias dudas de que su padre, con casi setenta y cuatro años estuviera en condiciones de vivir solo. «Pedro, ¿Y si le fallase la cabeza?, ¿Qué pasaría entonces?». Por eso estaba allí. Para hacer el trabajo que nadie más tenía estómago de hacer. Se había pasado toda la vida asumiendo responsabilidades que gente más juiciosa que él no había aceptado.


Tras dar con la llave, entró en casa. Sin encender la luz siquiera, subió las escaleras y entró en la habitación ligeramente abuhardillada que años atrás había sido la suya.  Había una caja abierta abarrotada de trofeos de fútbol y de fotos del colegio. Su foto de graduación estaba encima de todas. La que había sido una vez el orgullo de sus padres. Se quitó los zapatos y se dejó caer en la cama que llevaba largo tiempo sin usarse. Una nube de polvo le hizo toser. Cerró los ojos. Toda la casa desprendía un olor a quemado que le hacía recordar tristemente su misión. Abrió los ojos de nuevo y contempló una luz parpadeante que se filtraba por el tejado. Era el fuego de la hoguera, que aún estaba ardiendo en el jardín. Trató de encontrar la sensación de paz que había sentido antes pensando en su encuentro con Paula. Pero una idea inoportuna e indeseada vino sin saber cómo a su mente.  «¿Había estado llorando la Dulce Pauli?». Y, de repente, lo entendió todo. Había ido al jardín de su padre a medianoche para quemar fotos porque alguien le había roto el corazón.  Y, en vez de sentirse triste por ella, se sintió extrañamente feliz. No quería que la Dulce Pauli se casase con nadie sin su consentimiento. Era como si aquellos ocho años de separación no hubieran existido nunca, y él estuviese retrocediendo en el tiempo para volver a ocupar el papel que siempre había asumido con ella. Su protector. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario