miércoles, 31 de marzo de 2021

Te Quise Siempre: Capítulo 45

Les costó muchas maldiciones, sudores, risas y gritos sacarlo del cobertizo donde lo tenía guardado Carla y cargarlo en la baca. Al fin se pusieron en marcha. Cuando llegaron a la laguna había que bajar el bote del coche y darle la vuelta para dejarlo con la quilla hacia abajo.

 

—¡Aparta! —dijo Pedro, tratando de bajarlo él solo sin ayuda de nadie—. No quiero verte aplastada por esta maldita barca.

 

—Eres un machista.

 

—¡Apártate!

 

—Está bien. Está bien.

 

—¿Qué eso que estoy oyendo? ¿No me digas que se me está rayando el coche? —dijo él con voz apagada desde debajo de la barca, mientras la bajaba a pulso.

 

—¿No quería hacerlo todo solo el señor Macho? Pues ahí tienes las consecuencias. Un buen arañazo en el coche. Ahora te aguantas.

 

—¿El señor Macho? ¿Me estás tomando el pelo? ¿Quién me llama así? —dijo él, dirigiéndose tambaleante hacia el agua con el bote de remos encima—. ¿Y ha sido muy grande el arañazo?

 

—No, no ha sido gran cosa. Aproximadamente del mismo tamaño del gusano que me lanzaste antes. Se me ocurre que tal vez podrías preparar con los gusanos una pasta para reparar la chapa. ¿Lo has pensado alguna vez?


 —No, la verdad es que nunca se me ha pasado tal cosa por la cabeza.


Dejó en el suelo la embarcación junto a la orilla, se quitó los zapatos y lo fue empujando hacia el agua sin remangarse siquiera los pantalones. El bote no empezó a flotar hasta que el agua le llegó a la altura de los muslos. Pedro salió entonces del agua sujetando el bote con la cuerda que llevaba atada a la proa para que no se fuera. Se acercó a ella, se agachó hasta dejar los hombros a la altura de su cintura, le abrazó luego las piernas por las rodillas con las dos manos y la levantó en vilo cargándola sobre la espalda. Ella se sintió transportada al bote como si fuera un saco de patatas. Tras unos pasos por el agua, llegaron al bote y Pedro la dejó dentro. Paula, tras la excitante sensación de haber ido con su cuerpo íntimamente pegado a sus hombros y a su espalda, notó nada más sentarse en el bote que tenía los pies mojados. 


—¡Pedro!

 

—¿Qué?

 

—Me parece que esta barca hace agua.

 

—No —dijo él, examinado el bote por todas partes—. No es ninguna fuga. Sólo rezuma un poco. Pero para eso tenemos ahí esa lata de café.


Luego se subió al bote por uno de los lados y tomó los remos mientras ella trataba de achicar el agua que tenía a la altura de los tobillos. Pero por más prisa que se daba con la lata siempre veía el agua al mismo nivel.

 

—¿Estás seguro de que sólo rezuma?

 

—Sí, no tengas miedo. Recuerda que soy un marine. Si el barco se hunde, te salvaré.


Después de un rato, Pedro puso los sedales y le dió a ella una caña, mientras él achicaba y remaba. Y aplastaba chinches.


 —Me ha mordido algo aquí en el pie —dijo ella, poniéndose de repente de pie en la barca.

 

—No, no hagas eso, Dulce Pauli. Siéntate. No se puede poner uno de pie en un bote. ¡Siéntate!


Ella se sentó. ¿Qué otra cosa podía hacer con aquel tono de voz tan autoritario? 

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