miércoles, 31 de marzo de 2021

Te Quise Siempre: Capítulo 41

A pesar de que su bicicleta era peor y más vieja, sus piernas eran más largas y más fuertes. Pero era su corazón, su corazón feroz y competitivo de soldado lo que le hacía casi imbatible. Ella sonrió. Podía perder esa carrera, pero sabía que había conseguido otra victoria. La veía. Estaba allí, en la luz que brillaba en su rostro, en la sonrisa que desprendía su mirada, y en el gesto de su boca, ahora más amable. Él se giró hacia atrás en el sillín, se puso el pulgar en la nariz y movió los otros dedos, burlándose de ella, tal como ella lo había hecho unos minutos antes.


 —Puede que lleve una bicicleta de chica, pero yo no soy una chica —le dijo.


 —No digas eso como si fuera algo malo ser una chica —contestó ella. 


Y entonces los dos se echaron a reír y él aminoró la marcha a propósito para que ella le alcanzara.

 

—No hay nada de malo en ser una chica —replicó él, muy cordial, pero con cierta solemnidad.

 

Llegaron a Maynard los dos juntos. Daban perfectamente esa imagen de pareja que querían difundir por toda la ciudad. Pedro se bajó de la bici, y se tumbó en la hierba del bulevar. Respiró profundamente y miró al cielo a través del dosel que formaba el espeso follaje de los árboles. Ella dejó también su bicicleta, y vió que él se estaba partiendo de risa. Buena señal. Había conseguido romper la barrera que él había levantado a su alrededor, y estaba satisfecha de ello. Se tumbó en la hierba junto a él. ¿Qué importaba que les vieran? ¿No se trataba de eso precisamente?

 

—Estuviste a punto de matarme —dijo él.

 

—Hubiera sido una cruel ironía, ¿No? Después de todas tus hazañas, ir a morir por culpa de una carrera en bici en una triste calle de Sugar Maple Grove.


 —Sí —replicó él, con un gesto amargo—. Sería una cruel ironía.

 

—Dime, Pedro, ¿Qué cosas has visto?, ¿Qué cosas has hecho? —le dijo ella acercándose a él, aprovechando la ocasión de verle ahora más accesible.


Pero él se levantó y le tendió la mano para ayudarla a incorporarse. Él contuvo el aliento y la miró fijamente durante un largo rato, como si estuviera manteniendo un debate interno consigo mismo.


 —¿Que qué cosas he visto? —dijo él sonriendo—. Helados de sabores que no podrías ni imaginarte.


 —¿Como por ejemplo?

 

—Pues mira, desde el mango de Filipinas hasta el sabor a lengua de buey en Japón.


 —¿Helado de lengua de buey? —dijo ella con tono de incredulidad.

 

—Y de ostras, y de ajo, y de ballena… Sí, en serio.

 

—¿Los probaste todos?

 

—Naturalmente. ¿Quién podría resistirse a ello? 

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