miércoles, 24 de marzo de 2021

Te Quise Siempre: Capítulo 29

 —No tienes remedio —murmuró la abuela.

 

Pedro desplegó las hojas de papel que ella le había dado y suspiró. Su abuela tenía razón. Bajo el título en negrita Itinerario del cortejo, Paula había escrito el programa de su romance: "Martes: 7:00 p.m., en bicicleta a Maynard, un helado. Viernes: 7:30 p.m., al cine en el antiguo Tívoli.  Domingo: 3:00 p.m., a nadar a Blue Rock, si el tiempo lo permite".


A un hombre que había volado los fines de semana a Monte Carlo para jugar en el casino, que había asistido a fiestas increíbles en yates de lujo, que había cenado en algunos de los restaurantes más famosos del mundo, aquel plan debería de haberle parecido ridículo. Pero él no se rió. La segunda hoja, cuidadosamente mecanografiada igualmente a doble espacio, tenía por título en negrita Directrices para el cortejo. Empezaba prohibiendo las manifestaciones de afecto públicas y terminaba con la petición de que no la llamase Dulce Pauli.


 —¡Ay! —dijo él, haciendo una bola de papel con aquellas reglas—. Cuánto tienes que aprender.

 

Silbando feliz, pese a ser consciente de que se estaba enfrentando a un peligro desconocido para él, siguió trabajando un rato más con los rosales y luego se dirigió con las tijeras de podar a la cerca trasera que estaba repleta de guisantes de olor.  Aunque las rosas habían sido la flor favorita de su madre, él siempre había pensado que el guisante de olor era la flor más hermosa que había en el jardín. Con sus delicados y variados tonos pastel, y su exquisita fragancia, aquellas flores eran como un pequeño pedazo de cielo. Una flor siempre menospreciada por los jardineros que acostumbran a rendir sus cuidados a las rosas, los rododendros y las dalias. Era como Paula Chaves. Una flor menospreciada. Cortó un buen manojo de guisantes de olor, entró luego en la casa y se dirigió a la cocina donde colocó las flores en el fregadero lleno de agua.

 

—¿Qué estás haciendo con mis flores? —le preguntó su padre de mal humor, levantando la vista del periódico.

 

El doctor Alfonso al parecer no se había dado cuenta que no había nada para desayunar en casa. 


—Voy a correr un rumor —contestó Pedro sonriendo—. Y luego iré a comprar algo de comida. ¿Quieres venir?


 —¿A correr el rumor? —replicó su padre, ahora con más entusiasmo.

 

—No, a comprar comida. ¿No has visto que está el frigorífico vacío?

 

—¿Por qué? ¿Estás escribiendo un informe para tu hermana dando cuenta de todo lo que hago?

 

—Ella está preocupada por tí, papá. No tienes que verla como un enemigo. Lo del fuego la dejó muy intranquila.

 

—¿Intranquila, ella? ¿Y cómo crees que me siento yo? No me gusta cocinar aquí. Ni comer aquí. Hace que eche de menos a tu madre y me acuerde más de ella.


 —Yo también la echo mucho de menos, papá. Cada vez que entro en esta cocina, me acuerdo de la limonada de fresa y de las galletas y el chocolate tan delicioso que me preparaba.


Por un instante, el doctor Alfonso pareció conmovido por aquellos gratos recuerdos. Pero al pronto se enfrascó de nuevo en la lectura de su periódico como si nada hubiera pasado.

 

Pedro se dirigió a la ducha. Poco después se encaminó hacia el cobertizo donde se guardaba la bicicleta de su madre con una cesta llena con los guisantes de olor. Luego pedaleó por Main Street, disfrutando con la idea de ser un muchacho más de aquella pequeña ciudad.  Le asombró darse cuenta de la facilidad con que podía pasar de ser el esforzado soldado de corazón de hielo al tierno joven que se disponía a cortejar a su chica. Estacionó la bicicleta frente al viejo edificio de ladrillo rojo de dos plantas que albergaba el Instituto de Historia, recogió de la cesta el manojo de guisantes de olor, y subió las escaleras de dos en dos hasta presentarse en la recepción de la institución donde estaba sentada una señora con aspecto muy serio.

 

—Estoy buscando a mi Dulce Pauli —dijo él—. La señorita Paula.

 

Eso demostraría a Paula Chaves que no le gustaba que otras personas pretendieran gobernar su vida. Estaba de permiso, libre de deberes militares, y no estaba dispuesto a acatar órdenes de nadie y menos de una chiquilla.  A menos que esa chiquilla fuera una bibliotecaria encantadora sin gafas, paseando pensativa de su brazo y mirándole con ternura a los ojos. 

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