viernes, 12 de marzo de 2021

Te Quise Siempre: Capítulo 4

Saboreó aquellos breves segundos de exaltación y firmeza. Y luego se vino abajo.

 

—¿Qué he hecho? —se dijo entre sollozos.

 

De repente sintió erizársele el pelo. Le sintió antes incluso de verlo. ¿Era un aroma en el aire? ¿Un cambio casi eléctrico en la textura aterciopelada de aquella noche de verano? Alguien se había aproximado al jardín. Había llegado en silencio y estaba observándola. ¿Cuánto tiempo llevaría allí? ¿Quién sería? Giró la cabeza muy despacio. A primera vista, no vió nada. Luego distinguió la silueta de un hombre. Una silueta más negra que las sombras de la noche. Estaba de pie en silencio junto a la verja de entrada, y tan quieto que parecía como si no respirara. Tenía una imponente presencia física de un metro ochenta y estaba en una actitud tranquila a la vez que acechante, como un depredador felino. Su corazón empezó a latir con fuerza. Pero no por miedo. A pesar de que la oscuridad difuminaba sus rasgos, a pesar de que hacía ocho años que no pisaba aquel jardín, a pesar de que su cuerpo había cobrado un aspecto más maduro y musculoso, no tuvo dificultad en reconocerle. Era el hombre que había arruinado su vida. Pero no era el mismo hombre cuyo nombre figuraba junto al suyo en aquella invitación que acababa de condenar a la hoguera. Era el hombre que había tenido en la mente cuando le había dicho a Franco que necesitaba un poco de tiempo para pensarlo. No le había nombrado, ni siquiera en su pensamiento. Pero había sentido un deseo de algo que sólo él, Pedro Alfonso, el hijo del médico, el soldado errante, había conseguido despertar en ella. 


Había sido ridículo tirar por la borda toda su vida por algo que había pasado cuando era apenas una adolescente. Pero no había nada que pudiera sustituir ese sentimiento. Era como el gusanillo que se siente en el estómago cuando se salta desde lo alto de los acantilados de Blue Rock, en esos breves segundos que median entre que toma uno la decisión de lanzarse al vacío y siente el golpe sobre la superficie helada del agua. Algo vital, intenso. Como si ese momento glorioso fuese lo único importante. Pedro le había hecho sentir eso siempre. Ella tenía sólo doce años cuando su familia se mudó a vivir en la casa contigua a la del doctor Alfonso. Pedro tenía diecisiete. Le bastaba con mirarle una vez a los ojos para sentir todo el día una profunda desazón. Desazón que despertaba en ella unos sueños imposibles de felicidad. Había amado desesperadamente al hombre que estaba ahora allí de pie en la oscuridad como sólo una adolescente es capaz de hacerlo. De una forma irreal, apasionada y no correspondida. El hecho de que él no se hubiera fijado apenas en ella, lejos de desanimarla había conseguido avivar sus sentimientos. Sintió un estremecimiento familiar en el vientre al oír su voz.

 

—¿Qué demonios pasa aquí?

 

Sabía que sus ojos eran de un azul más intenso que el zafiro. Pero, en aquellas sombras, parecían tan negros y seductores como esa noche de verano, y cargados de nuevos e insondables misterios. Por un instante, se sintió completamente paralizada, pero en seguida se rehízo. No iba a permitir que, después de ocho años de ausencia, la viese así. 

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