lunes, 29 de marzo de 2021

Te Quise Siempre: Capítulo 37

La carta le hizo pensar que, por desgracia, las cosas no habían cambiado mucho. Los jóvenes seguían yendo a la guerra, dejando solas a sus novias.


 —¿Has encontrado algo?


Paula estaba en la puerta, mirándole. Él apartó a un lado la carta que estaba leyendo. ¿Por qué era reacio a que ella supiese lo que había encontrado?

 

—Son sólo unas viejas cartas. Puede que tengan valor. No he terminado aún de leerlas. Carla estará seguramente más cualificada que yo para decidir si tienen o no algún valor histórico. Pero apostaría a que estos dos objetos no tienen ninguno —respondió él, entregándole la receta de las palomitas de maíz y la liga.

 

Ella se echó a reír. Buena señal. No era una sonrisita de niña tonta, era auténtica. Él no se había dado cuenta hasta entonces de lo mucho que había echado de menos las cosas auténticas, verdaderas. Le llevaban hacia ella como el faro al pescador perdido en la niebla.


 —¿Estás ya listo para ir a comer? —preguntó ella.


Había cierta timidez en el tono de la pregunta. Sin duda la que hablaba ahora era su vieja Sophie de siempre, no la chica de antes que había tratado de convencerle de otra cosa besándole. Pedro consultó su reloj, sorprendido de cómo se le había pasado el tiempo. Se había visto sumergido en un mundo, extraño para él, de sinceridad y cosas auténticas. La propia Paula con su sonrisa por un lado y las emotivas cartas de Sergio por otro, le habían conmovido profundamente.

 

—¿Sabes qué? —dijo él—. Creo que tienes razón. Será mejor seguir tu programa. Nos veremos mañana por la noche después de cenar. Daremos una vuelta en bici por Main Street y tomaremos un helado. Así nos dejaremos ver por todo el pueblo.

 

Ella lo miró fijamente. ¿Estaba decepcionada? ¿Molesta, tal vez? «Es mejor así», se dijo él. Si iban a seguir adelante con aquel supuesto noviazgo, sería mejor que ella se sintiese decepcionada y molesta con él, así ninguno de los dos saldría dañado.


 —Me voy a llevar éstas —añadió él, recogiendo las cartas—. Te las devolveré cuando haya acabado de leerlas.

 

¿Por qué tenía la sensación de que no debía dejar que ella las viese? Eran tan sólo unas cartas llenas de ternura que había escrito un joven desconsolado. Pero, por alguna razón, quería asegurarse de que tuvieran un final feliz. Como si necesitara protegerla en caso contrario.


 —Hasta mañana entonces —dijo él despreocupadamente—. ¿Te siguen gustando los helados de vainilla?

 

—Piensas que soy aburrida, ¿Verdad? —replicó ella.


Sus labios ya le habían demostrado que había un lado secreto en ella que era cualquier cosa menos aburrido, pero él se había propuesto no aventurarse en él. Pensó en el mundo en el que había vivido los últimos cuatro años, donde el aburrimiento parecía algo prohibido, y la gente era adicta a todos los tipos de emociones que podían comprarse con dinero.  Pensó en las cartas que llevaba en la mano, las cartas de un joven que estaba empezando probablemente a desear todas esas cosas que él había llamado una vez aburridas.


 —No —respondió a Paula, muy serio—. No digas aburrida como si fuera algo malo. 

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