miércoles, 17 de marzo de 2021

Te Quise Siempre: Capítulo 12

 Mientras se dirigía a la puerta de la casa de su padre, Pedro sintió algo que hacía mucho que no había sentido.  Se sentía más libre y relajado. Paula Chaves, la Dulce Pauli, seguía tan graciosa como siempre. Y el hecho de que lo hiciera todo espontáneamente la hacía parecer aún más divertida.  «La diosa del jardín quemando la basura y casándose con la noche», murmuró para sí, moviendo la cabeza con gesto de incredulidad. Había, sin embargo, una parte menos graciosa, pensó mientras buscaba el escondite frente a la puerta de entrada donde su padre solía esconder la llave de casa. La Dulce Pauli parecía una verdadera diosa. No sabía aún cómo la había reconocido, con lo cambiada que estaba. La recordaba con la cara llena de pecas y su explosiva melena pelirroja, siempre sucia y descuidada, tostada por el sol y llena de heridas y arañazos. La recordaba con gafas, con las rodillas y los codos huesudos, y con aquel gesto típico suyo de llevarse continuamente la mano a la boca para taparse el reluciente aparato de ortodoncia. Desde la posición preponderante que le concedían sus cinco años de diferencia, él había protegido siempre a su simpática vecina de los matones y gamberros, sacándola de muchos apuros y, en cierta medida, había dejado que se enamorase de él.


Durante su primer año en el ejército, ella le estuvo escribiendo regularmente. Unas cartas con unos sobres muy característicos, escritos con una inconfundible letra de niña con tinta de varios colores. Al principio, sólo fueron noticias y chismes de la ciudad, cosas sobre la gente que ambos conocían, pero llegó un momento en que ella, envalentonada por la distancia, le confesó su amor, prometiendo esperarle y pidiéndole que le mandase fotos suyas. Él había llegado a la conclusión de que la solución menos dolorosa y más conveniente sería ignorarla por completo. 


Sólo una vez en ocho años había entrado en contacto con ella y había sido por teléfono. Fue para darle el pésame por la trágica muerte de sus padres en un terrible accidente de tren al cruzar Miller Street. Ella tenía entonces dieciocho años y él deseó haber estado allí con ella para consolarla. Había aguardado pacientemente su turno en la fila de espera del locutorio de la base para poder hablar con ella y decirle algo. Pero, cuando al final tuvo el aparato en su mano, lo único que consiguió decir desde aquel lugar separado de ella por miles de kilómetros de distancia fue: «Ay, Dulce Pauli». Aquella noche sintió como si le hubiera partido el corazón en dos. Escuchando en vano sus sollozos al otro extremo de la línea, se sintió como si le hubiera fallado por estar tan lejos de ella. Quizá eran sus ojos los que le hacían sentirse tan apegado a su joven vecina, a pesar de la indiferencia que pretendía mostrar siempre con ella. Eran de color de avellana, y había en ellos algo inquietante, como si pertenecieran a una persona mayor que ella. Parecía capaz de descubrir los secretos de las personas con sólo mirarlas. Pero había crecido. Su pelo había perdido su tono rojizo tomando un color caoba que la luz del fuego había resaltado notablemente, despertando en cualquier hombre la tentación de tocarlo para ver si era de fuego o de seda. No sabía dónde podrían haber ido las pecas, pero lo cierto era que no quedaba en su cara el menor rastro de ellas.  Le habría resultado turbador verla con aquel vestido largo, con sus pechos turgentes debajo de la seda. 

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