miércoles, 8 de noviembre de 2017

Un Pacto: Capítulo 1

Pedro Alfonso echó un vistazo a la lista de citas.

–¿Chaves? ¿Quién es? ¿Otro político que quiere una obra de caridad? Si es así, no ha tenido suerte.

La señora Minglewood tosió discretamente antes de apuntar:

–Paula Chaves es una mujer, señor Alfonso. Es la dueña de una empresa que se dedica al diseño de jardines, aquí en la ciudad.

 –¿Y qué quiere?

 –No ha querido decir el motivo de su visita, señor. Pero ha insistido en tener una entrevista con usted cuanto antes.

–Debe querer pedirme algo. Todo el mundo va detrás de algo en estos tiempos.

Era el precio del éxito, le parecía a Pedro. Desde que había ganado el premio internacional de diseño de interiores en Chicago, los administradores de fincas, burócratas y arquitectos no dejaban de perseguirlo. Se frotó los ojos. No había dormido bien esa noche, y la mezcla de nieve y lluvia no había sido un gran aliciente para llegar al trabajo. Halifax, la capital de Nova Scotia, una ciudad de provincia de la costa este de Canadá, no parecía haberse enterado de la inminente llegada de la primavera.

La señora Minglewood lo miró compasiva. Le gustaba trabajar con el señor Alfonso, las pocas veces que éste visitaba las oficinas de la compañía en Halifax. Era, en general, un hombre de buen carácter, y la trataba como a una persona, y no como a un mueble. Además, era uno de los hombres más atractivos, incluso sexys, que jamás había conocido, aunque ella jamás se hubiera atrevido a usar esa palabra ni siquiera para sí. Superaba incluso a los héroes de las películas antiguas.

–¿...en el almuerzo?

La señora Minglewood estaba distraída, y contestó sobresaltada.

–¿Cómo dice, señor?

Pedro le repitió pacientemente la pregunta. Después la señora Minglewood se metió de lleno en su trabajo, lo que la mantuvo ocupada el resto del día. Pero hacia las dos de la tarde, no se encontraba tan ocupada como para no observar la llegada de Paula Chaves. A las dos menos tres minutos las puertas del ascensor se abrieron, y salió una mujer joven que se acercó al escritorio de la señora Minglewood y le dijo con voz suave:

–Tengo una entrevista con el señor Alfonso a las dos. Mi nombre es Chaves.

El pecho de la señora Minglewood pareció henchirse de un cierto romanticismo. Sin un ápice de envidia, porque amaba a su esposo Luis, decidió que Paula Chaves era exactamente lo que necesitaba el señor Alfonso en un día tan gris como aquél.

–Venga por aquí, por favor –dijo la señora Minglewood, y llamó a la puerta del despacho de Pedro.

Pedro había estado trabajando en los planos de uno de sus últimos proyectos, el remodelamiento de la fachada del puerto. Estaba totalmente absorbido por el ordenador, y no estaba contento con los resultados. No le gustaba el lugar en el que se había ubicado el paseo entablado, pero no era capaz de decir exactamente qué era lo que no lo llenaba del todo.

–Pase –dijo, fríamente. No pensaba dedicarle a la entrevista más de diez minutos.

Paula se dió cuenta de la brusquedad en su tono. No era el primer ejecutivo que la había tratado con dureza. Ni sería el último. Aunque su currículo vital la hubiera avalado siempre.

–La señorita Chaves, señor Alfonso–dijo la señora Minglewood, y cerró la puerta a regañadientes.

Paula entró segura. Los artículos de periódicos la habían preparado para encontrarse con Pedro Alfonso. Pero en persona era mucho mejor que en fotos. De hecho pensó que era una suerte estar inmunizada...

Pedro se la había imaginado una mujer de pelo cano, y ahora se encontraba con una mujer bastante más joven que él, y que sin embargo tenía eso que suele llamarse presencia.

–Es muy amable de su parte recibirme. Sé que está muy ocupado.

Él se puso de pie automáticamente, y deseó haberse peinado al menos para recibirla. Tenía la corbata floja, la chaqueta sobre una silla, y las mangas de la camisa arremangadas. Pero bueno, ella tendría que aceptarlo tal cual.

–¿Me permite su abrigo? –dijo él cortésmente.

Ella se lo quitó de sus hombros, y él respiró en el aire la esencia de su perfume. Bajo la luz que apuntaba a su cabeza, el pelo de Paula parecía de cobre.

–Siéntese, por favor –dijo él, colgando su abrigo.

 Luego apartó los papeles de su escritorio, y agregó, sin rodeos:

–¿En qué puedo ayudarla?

Ella se quedó un momento en silencio. Llevaba una falda de lana de color azulón, y una camisa blanca de seda. Parecía una mujer que confiaba en su propio gusto, y que disfrutaba de la textura y del color. Su cara era como un buen cuadro: se la podía mirar incansablemente, y valía la pena hacerlo una y otra vez. Parecía excitada, pensó Pedro.

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