miércoles, 8 de noviembre de 2017

Un Pacto: Capítulo 3

–Hace mucho tiempo que un hombre no me irrita tanto como usted – dijo ella amablemente. ¿Es que no puede ser el altruismo la motivación que me mueve?

–No. El altruismo no existe, en mi opinión...

–Me parece una afirmación más que discutible –sonrió ella provocativamente. ¿Qué me dice del interés propio, es más sensible a él?

–Ahora se va acercando...

–Aprendo rápidamente. En cuanto a mi motivación para esto, es un placer para mí ver transformada una tierra sin valor en un lugar bello y útil. ¿Qué me dice de esto?

–Va a costarle.

–Puedo permitírmelo.

–No sabía que el diseño de jardines y parques era tan rentable –y se dió cuenta al decirlo de que por primera vez ella realmente se molestaba.

–La fuente de mis ingresos no es asunto suyo. Puedo permitirme hacerlo, simplemente. Y eso es todo lo que usted necesita saber.

–Necesitaría documentarme al respecto antes de comprometerme a hacer nada.

–Tendrá toda la documentación que necesite –ella tragó saliva. ¿Quiere decir con eso que acepta mi propuesta?

–Mañana por la mañana estoy desocupado entre las diez y las once y media, supongo que habrá tiempo para echar un vistazo a los terrenos.

–Tengo una entrevista a las nueve. Puedo recogerlo a las diez y media en su oficina –dijo ella.

Y él lo interpretó como que le estaba diciendo que ella también tenía una vida con planes y ocupaciones.

–Aquí la esperaré. Traiga los planos.

–Gracias –dijo ella amablemente. Tome mi tarjeta, por si hay algún cambio en el horario –y extrajo una tarjeta verde y beige y se la extendió. Luego agregó en un tono irónicos: Ha sido un placer conocerlo, señor Alfonso.

–Lo mismo digo, señorita Chaves–contestó Pedro, y le alcanzó la chaqueta.

Nuevamente la fragancia de su perfume le despertó el sentido del olfato. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan envuelto por la presencia de una mujer. Paula se puso la chaqueta rápidamente.

 –Lo veré mañana.

 –Supongo que no se extrañará de que haga algunas comprobaciones acerca de su empresa a partir de este momento hasta mañana.

–En absoluto.

Pedro abrió la puerta. La señora Minglewood miraba la escena con curiosidad, lo que no hizo más que aumentar su mal humor. Entonces, sin mirar ni un segundo a Paula Chaves, él cerró la puerta de su despacho. Le pediría a la señora Minglewood el expediente de las dos propiedades, y luego se ocuparía de comprobar algunas cuestiones sobre Chaves Arquitecturas. Ahora mismo necesitaba concentrarse en los planos de la fuente. Pero no lograba concentrarse en el trabajo. Se acercó a la ventana. La lluvia se había transformado en nieve. Pensó que debía volver a Toronto, a su oficina, su casa y sus amigos. Tal vez fuera a ver a su madre después del trabajo. Ella siempre lo animaba. En el aire se respiraba, delicada y fugaz, la fragancia de una mujer, que parecía reírse de aquello de lo que carecía su vida.

Ana Martínez se había casado nuevamente después de que el padre de Pedro hubiese muerto de un ataque al corazón. Una muerte extraña, para un hombre que no había dado muestras jamás de tener corazón. El recuerdo de su padre estaba lleno de carencias y ausencias, de frialdad y de distancia, de todo lo que podía reunir un militar, fóbico a todo lo relativo a la emoción y el trato íntimo. En consecuencia, cuando su madre se había vuelto a casar con Luis Martínez, un anticuario y librero retirado que amaba la poesía y la jardinería, se había puesto muy contento. Ana había florecido en los once años que habían vivido juntos, y Pedro había lamentado sinceramente su muerte, irónicamente, a consecuencia de un ataque al corazón también. Luis y Ana habían tenido cincuenta acres de tierra en la bahía de Santa Margarita, y hacía dos semanas que Lavinia se las había alquilado a un profesor de universidad y su familia, y se había comprado una casa pequeña en la ciudad. Y como acababa de cambiarse, Pedro había decidido quedarse en un hotel esa vez. Ana abrió la puerta a su hijo, y lo hizo pasar.

 –Pareces cansado –le dijo.

Pedro se miró en el espejo de la entrada.  Su pelo castaño rizado, ojos grises, mentón pronunciado... Se había mirado muchas veces, y jamás se había explicado por qué las mujeres, secretarias, mujeres sofisticadas, y dulces jovencitas, lo consideraban irresistible.

–Necesitaría afeitarme –dijo Pedro.

 –Lo que necesitas son vacaciones. Trabajas mucho.

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